
DÍA DEL LIBRO, 23 de abril, 2021
DÍA DEL LIBRO, 23 de abril, 2020
NUEVE LIBROS
ENTREVISTAS EN LA HISTORIA:
AUTORES/-AS REALISMO-NATURALISMO
2019-2020
ENTREVISTA A LEOPOLDO ALAS "CLARÍN"
Autoras: Irati y Jimena
ENTREVISTA A EMILIA PARDO BAZÁN
Autoras: Candela y Lucía S.
ENTREVISTA A EMILIA PARDO BAZÁN
Autoras: Deva y Mara
ENTREVISTA A BENITO PÉREZ GALDÓS
Autores: Christian y Jorge
ENTREVISTA A JOSÉ Mª DE PEREDA
Autoras: Mireia y Fany
ENTREVISTA A VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
Autor/-a: Miguel M. T. y Paula
ENTREVISTA A JOSÉ Mª DE PEREDA
Autora: Iris
ENTREVISTA A JOSÉ Mª DE PEREDA
Autores: Miguel L. y Santi
ENTREVISTA A VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
Autoras: Julia y Ana
ENTREVISTA A VICENTE BLASCO IBAÑEZ
Autores: Jesús y Miguel G.
ENTREVISTA A JUAN VALERA
Autores: Jaime y Diego
ENTREVISTA A BENITO PÉREZ GALDÓS
Autoras: Sira y Lara
ENTREVISTA A EMILIA PARDO BAZÁN
Autoras: Silvia y Lucía P.
ENTREVISTA A LEOPOLDO ALAS "CLARÍN"
Autoras: Pamela y Yarina
ENTREVISTA A LEOPOLDO ALAS "CLARÍN"
Autores: Joan y Rubén
ENTREVISTA A BENITO PÉREZ GALDÓS
Autoras: Celia y Mariana
RELATOS ESPECIALES 2019-2020
SERENDIPIA
Escuché un ruido y me escondí en el armario. Tenía el corazón acelerado, poseído por la tormenta y la cara bañada en un océano de sal. Arrimé la puerta sigilosamente y me quedé muy quieta escrutando la realidad por una rendija de luz condensada, mientras que allí dentro me devoraba la oscuridad.
Me llamo Sara susurré inquieta por si alguien me escuchaba, tengo 10 años y síndrome de Down. Mi padre me obliga a decirlo allá donde vaya, aunque para mí resulta bastante evidente. Quizás porque cree que necesito atención especial o para que esa etiqueta me identifique obligando a la gente a tratarme acorde a lo que soy. Esa es siempre mi presentación, creo que el mundo entero desea que la repita hasta la saciedad, quizás para que lo interiorice. Que no soy normal ya lo sé, pero no necesariamente todo lo anormal es especial, papá, no quieras engañarme.
Estoy jugando al escondite con Marta, mi monstruo. Ella siempre cuenta: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9 y 10 y se pone a buscarme frenéticamente, es mi monstruo porque aunque yo misma lo he creado me aterra, por eso me escondo en este recóndito lugar, un espacio minúsculo que me deja sola con mis demonios y protegida de la verdad de sus ojos. Mi criatura no era muy común, más bien bajita, azucarada, de manos pequeñas, ojos rasgados y gruesas lentes, era mi réplica perfecta. Le tenía miedo porque siempre me sorprendía cuando estaba sola o profundamente desorientada.
El primer día que nos vimos nevaba muy fuerte. Estaba tan aburrida que maté la tarde disfrazándome con viejos cortinajes y abalorios dorados. Llegué a pintarme por primera vez los labios de un suave color cereza y embadurnarme toda la cara de brillantes pinturas, me sentía una princesa. Me puse delante del espejo y me dediqué a repasar cada rasgo, cada gesto de mi cara con los ojos. Fue en ese momento cuando sentí que no estaba sola, su aliento, su presencia a mis espaldas. No me hablaste, no tuviste la necesidad de chillar lo horrible que yo era. Tus ojos inundados de una frialdad gélida, nos miramos a penas un segundo, lo suficiente para que me revelases la verdad, tu verdad y la de todo el mundo. Jamás sería una princesa, y lo peor era que no te equivocabas.
Desde entonces jugábamos toda las tardes al escondite, yo para no verte y tú para que nos viésemos. Siempre me encontrabas.
Me agarré las piernas y me quedé hecha un ovillo diminuto. A penas podía respirar ahí dentro. No, no estaba encerrada en un armario sin aire, sino en mí misma. Y estoy segura de que jamás encontraría la manera de salir de ese laberinto de inseguridades.
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CANDELA PARDO LLANO 4º B (2019)
Ojos de madre
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Hace ya dos años que perdí a mi niña. Era tan dulce, tan buena… Y nunca seré capaz de perdonarme lo que hice. Nunca podré perdonarme no haberle preguntado cómo estaba, porque de haber sido así, el presente podría ser totalmente distinto.
Aquella mañana, Bea tenía la misma expresión de siempre. Era un día como otro cualquiera, un martes de otoño, tan normal que ni siquiera me despedí de ella como se merecía. Simplemente, le dije que tuviese un buen día desde la cocina cuando se fue. Unas palabras bastante irónicas, para qué engañarnos.
Y qué tonta fui. Qué equivocada estuve. Pero yo no sabía que esa sería la última vez que Bea escucharía mi voz.
Estos pensamientos son interrumpidos por el timbre de casa, que ya casi nunca suena, porque no quiero que nadie venga a verme. Y las pocas veces que suena, me quedo sentada. Lo ignoro. No quiero que nadie me vea así. Sin embargo, hoy hago el esfuerzo de levantarme para abrir al periodista que me espera fuera.
—Buenos días, Carla. ¿Qué tal estas?
—Bien. Esperando a que se haga justicia —digo, sonriendo.
Seguramente sea la cosa más cínica que he dicho en mi vida. En realidad estoy destrozada. Pero tengo que ser fuerte.
—Y bien, ¿cómo te ves para el juicio? ¿Crees que el veredicto será justo?
—Bueno, eso espero. La verdad es que es lo único que puede alegrarme un poco la vida, llegados a este punto.
—Seguro que sí —me dice, sonriendo—. Aunque sus palabras sonarían mucho más consoladoras si no hubiera tres cámaras ansiosas por publicar la exclusiva enfocándome a la cara.
Después de esto conversamos un rato, pero es una entrevista tan fría y tan irrelevante que ni siquiera me voy a molestar en escribirla.
Y sí, en efecto, huy es el juicio. Hoy es el día en el que me tendré que ver cara a cara con un juez que lo único que quiere es irse a casa a comer, un abogado desesperado, porque defiende a una mujer igual de desesperada, un jurado que no quiere estar ahí, unos cuantos niños que consiguieron que mi hija se quitase la vida, y decenas de periodistas en la puerta, esperando rascar alguna monedita con el titular. Un panorama maravilloso, di que sí.
Así que entro al juzgado después de atravesar un pasillo de cámaras y micrófonos de la sexta, me siento al lado de mi abogado y empieza la tortura.
​
El primero en declarar es Carlos, el mejor amigo de Bea. Un niño que se pasó la vida en mi casa mientras sus padres estaban de viajes de negocios. Sin embargo, llevaba mucho tiempo sin verle. Solo había venido a mi casa una vez desde que pasó todo lo que pasó. Se le veía igual de destrozado que ahora. Pero está mucho más mayor. No puedo evitar sentirme como una madre orgullosa al ver todo lo que ha crecido.
—Dime, Carlos —le dice mi abogado, con una voz tranquila—, ¿cómo era tu relación con Bea?
—Era mi mejor amiga. Lo sabía todo sobre mí, y yo lo sabía todo sobre ella. O al menos la parte buena.
—Y, ¿cómo era su relación con el resto de compañeros? ¿Cómo era su día a día?
No estoy muy segura de querer escuchar su respuesta.
—¿Queréis saber cómo era su día a día? Bien. El lunes, la llamaban gorda.
El jurado ha dejado de mirar sus relojes. Ya no están tan aburridos.
—El martes, la llamaban bollera. El miércoles la llamaban bizca y el jueves le metían la cabeza en el váter.
—Señoría, por favor —dice el abogado contrario, intentando callar a Carlos—. Por favor.
Sin embargo a Carlos no parece importarle y sigue hablando.
—El viernes le tiraban del pelo. Y cuando llegaba el fin de semana, y parecía que la tortura se terminaba, las redes sociales se llenaban de humillaciones y de insultos hacia ella, y su móvil se llenaba de mensajes explicándole cómo iba a ser el itinerario de la semana siguiente.
Todos. Absolutamente todos en la sala nos quedamos con los ojos como platos. No se oye ni un suspiro. Un niño de 16 años y una historia que parece que nuca ocurre fuera de las películas de Hollywood, acaba de robarnos la respiración a todos. El primero en recuperar la voz es mi abogado.
—Bueno, Carlos –dice, con el alma en los pies, tratando de que no se le rompa la voz—. Gracias.
Ahora es el turno del otro abogado, el que defiende al colegio. Este no sabe qué preguntar, así que se limita a dar un discursito sobre por qué el colegio no tiene la culpa de nada, y sobre las múltiples causas ajenas al acoso escolar por las que Bea podría haberse suicidado.
Carlos, que está poniéndose rojo de furia, le interrumpe.
—¿Hay alguna pregunta para mí?
—No —dice el abogado, asombrado—. Pero me gustaría que escucharas lo que voy a decir.
—Pues lo siento mucho, pero no he venido aquí para escuchar idioteces. Buenos días.
Con estas palabras se levanta y se va por donde ha venido. En serio, este niño me cae muy bien. Por algo Bea era su mejor amiga.
El abogado se sienta, haciéndose el ofendido, y entra por la puerta otra persona diferente. Y después otra, y después otra. Así nos pasamos un buen rato. Entran, declaran, y se van. Todas las caras son vagamente conocidas. Amigos y amigas de Bea. Y todos parecen muy dolidos. De alguna forma, sus palabras me consuelan:
—Era una chica maravillosa.
—Siempre la recordaré como una buena amiga.
—Ojalá hubiera tenido el valor de denunciar la situación. Pero supongo que no todos somos tan valientes como nos gusta sentirnos.
Una de las declaraciones que me deja más marcada es la de Isabel, una chica que siempre tuvo buena relación con Bea.
—Me costó mucho aprender a vivir sin ella. Nunca había perdido a un ser querido. Me duele mucho que tuviese que ser Bea quien me enseñara a mirar hacia delante.
Y es cierto. Cuando pierdes a alguien, todo lo que puedes hacer es, de alguna manera, aprender a olvidarle. Y para eso hay que ser muy valiente.
Después de casi dos horas de declaraciones, unas más dolorosas que otras, el juez decide que nos tomemos un descanso.
Todos se quedan cerca del juzgado, comentando el caso y esperando ansiosos a conocer el resultado, pero yo decido irme a la playa de San Lorenzo.
Este es el primer lugar en el que Bea se bañó en el mar. El primer lugar en el que jugó con la arena. Solo tenía un año y medio. Recuerdo tan bien su carita de felicidad, su sonrisa. Era una niña risueña. Feliz. Y qué bien lo pasamos ese día. Se fue a casa tan contenta…
Y también fue aquí, en este mismo sitio, en el que se quitó la vida. Este fue el último lugar que vieron sus ojos. Solo espero que, cuando llegó aquí aquel martes, recordase los buenos momentos que pasamos juntas. Espero que recordase a su madre. Que me recordara a mí. Porque yo a ella la adoraba. La adoraba con locura.
Al parecer, no soy la única a la que se la ha ocurrido venir aquí, porque entre las lágrimas que emborronan mis ojos, puedo ver a Carlos acercarse.
—Hola, Carla —me dice, triste—. ¿Cómo estás?
—Hola Carlos. Estás muy mayor —le digo, sonriendo—. Estás guapo.
Carlos se ríe, igual que se reía de mí cuando se quedaba a comer en mi casa y yo les contaba las historias de las tonterías que hacía de pequeña. Una risilla tímida, que me trae el recuerdo de toda una vida. Bea fue como la hermana que Carlos nunca tuvo. Y Carlos es como el hijo que yo ya no tengo.
—Este era el sitio favorito de Bea. Le recordaba a ti. Supongo que ya lo sabías.
—Carlos —le digo—, ¿tú la viste ese día? ¿La viste el día de su muerte?
Se le humedecen los ojos y empieza a clavarme sus palabras como puñales en el pecho. No sé ni para qué he preguntado.
—No, pero sí el día antes, por la tarde. Me dijo que estaba harta de todo, que no aguantaba más. Me dijo… Me dijo que algún día por la mañana iba a salir caminando en dirección contraria al colegio y que esa sería la última vez que la viésemos. Así que a la mañana siguiente fui a buscarla a casa media hora antes de lo habitual, por si se le ocurría hacer alguna tontería. Pero llegué tarde. Llegué tarde.
Y cuando siento que ya no le quedan fuerzas para seguir hablando, me dice, entre llantos, dos palabras que jamás debería decir. Porque es la última persona que debería sentir alguna culpa de todo esto. Pero aún así las dice.
—Lo siento.
Cuando vuelvo al juzgado, ya hay otra persona para declarar. Es la tutora de Bea, que siempre intentó hacerle la vida y las cosas fáciles a todo el mundo. Es una de las personas más buenas que conozco. Y tiene pinta de estar destrozada. Desde que se sube al estrado hasta que se baja, no deja de llorar.
—Yo nunca me imaginé que algo así fuese a pasar, y mucho menos en mi tutoría. Es decir, yo siempre me esforcé por hacer que todo fuese bien entre los chicos. Y siempre que veía algún conflicto intentaba resolverlo con palabras. De verdad, lo siento muchísimo si lo que hice no fue suficiente.
—¿Alguna vez viste que Bea tuviese problemas con alguien? —dice el abogado contrario— ¿Sabes si tenía problemas en casa o en el instituto?
—Bueno, está claro que problemas tenía. Pero no sé qué clase de problemas. Siempre que hablaba con su madre sentía que hablaba con alguien que adoraba a su hija. Y Bea tenía amigos. Sí, es verdad que era una chica tímida y callada, pero yo nunca la vi discutir con nadie. Supongo que se guardaba los abusos y las humillaciones para cuando nadie pudiera verlos.
Pobre mujer. Es muy inocente. Tanto como yo. Pero aún así se siente culpable. Y nadie merece sentir culpa por algo que no puede controlar.
La siguiente persona en declarar es el psicólogo de Beatriz. Bueno, en realidad es el psicólogo de todo el instituto, pero llegó un punto en el que la única que le importaba era ella. Esta vez es mi abogado el que le hace la pregunta estrella. La que me deja rota.
—Señor Martínez, ¿para qué iba Bea a su despacho normalmente y con qué frecuencia?
—Beatriz venía casi todos los días. Venía a hablar conmigo sobre cualquier cosa, lo primero que se le ocurriera. Supongo que lo hacía cuando necesitaba evadirse. Pero siempre venía con la misma cara. Una sonrisa forzada y los ojos forzados de haber estado llorando.
Siempre he visto a ese hombre como alguien bueno. Era muy amable cuando yo iba a visitarle. Siempre le tuvo mucho aprecio a Bea.
—Una última cosa. ¿Recuerda la última visita que le hizo?
—Sí. Vino, me dio las gracias por todo con una sonrisa y se fue. Nunca volví a verla.
¿Nunca os ha pasado que os digan una sola frase y que os duela como si os hubieran pegado una puñalada? Pues a mí acaba de pasarme. Y mientras estoy recuperándome del golpe veo cómo otra persona llega al juzgado. Esta vez es un niño. Mi abogado me susurra al oído que es el ¨acosador líder¨, el que supuestamente lo empezó todo. Y el que terminó con todo.
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—Yo no maté a Bea —dice, con una voz gélida y tranquila—, ella se suicidó. Lo que pasara dentro de su cabeza no es problema mío, así que no sé qué hago aquí.
Tengo ganas de levantarme y gritarle a la cara todo lo que pienso sobre él, pero tengo un abogado para que lo haga por mí.
—¿Quieres saber lo que había dentro de la cabeza de esa niña? Había insultos, había golpes, traiciones, miedo y ganas de terminarlo todo. Y sobre todo había un nombre que se repetía en bucle: Marcos, Marcos, Marcos… Tú la mataste en vida y ella hizo el resto. Tú le quitaste las ganas de vivir. Fuiste tú.
Marcos intenta defenderse, pero no puede. Las palabras de mi representante han ido tirando sus muros uno a uno hasta dejarle mudo. Pero Marcos no llora. Marcos no pide perdón. Y esa es la prueba elemental de que es culpable. Sin darse cuenta, sus intentos de ocultar que se siente culpable, sus intentos de ocultar lo que ha hecho, son los que lo destapan todo.
Los siguientes en pasar por el estrado son más niños del instituto, que básicamente se dedican a echarle el muerto a Marcos para salvarse a sí mismos. Todos intentan salvarse, egoístamente, y al final son ellos los que se tiran a los leones con sus contradicciones.
Sus palabras son frías. Son egoístas. Tratan de justificarse diciendo que ellos no tienen la culpa, pero sin argumento alguno, hasta que llega una chica que se los carga a todos.
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—Soy culpable –dice, con una voz firme, pero arrepentida al mismo tiempo—. Soy culpable igual que todos los que han venido antes que yo. Porque todos vimos lo que pasaba y ninguno tuvo el valor de decirlo. Porque quisimos sentirnos fuertes destrozándole la vida a una niña que no se lo merecía, que era dulce y buena, y para nosotros eso la convertía en débil. Y la escogimos a ella porque nos pareció un blanco fácil, pero también podrían haberme escogido a mí. Lo siento, Carla. Entiendo que nunca vayas a poder perdonarnos y que tampoco quieras hacerlo. Yo tampoco lo haría. Lo siento, de verdad.
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La audiencia susurra durante un rato. El jurado no sabe hacia dónde mirar y el juez se tapa la cara con las manos. Incluso una persona como él, acostumbrado a todo tipo de declaraciones, se puede romper ante esta.
La niña me mira durante un par de segundos en los que me pide perdón sin decirlo. Y aunque no quiera hacerlo, de alguna forma, a ella sí que la perdono. A ella la perdono porque ha sido valiente. Pero sobre todo la perdono porque sé que ella no se ha perdonado a sí misma.
Parecía que el juicio no se iba a terminar nunca, pero ya solo queda una persona por declarar. Solo falto yo.
Camino hacia el estrado lentamente. Tengo miedo. Tengo miedo de mi misma, de mi abogado, del otro abogado, del jurado. Pero sobre todo tengo miedo de tener que darme cuenta por fin de que Bea ya no está. Tengo miedo de la realidad. Este juicio se ha hecho para hacerle justicia a Bea, pero en cierto modo también va a hacerme justicia a mí.
—Me gustaría haberla abrazado. Haberle dicho que la quería. Que la quería muchísimo. Pero no lo hice. A lo mejor si aquella mañana le hubiese dado un beso, habría caminado en dirección al colegio, en vez de en dirección contraria. Ni siquiera sé lo que llevaba puesto. No sé si cogió una chaqueta o si salió con lo puesto. No me molesté, siquiera, en girar la cabeza y mirarle a los ojos al decirle adiós. Se merecía una despedida mucho mejor, y yo no se la di.
Mis palabras me duelen más que nunca, pero sigo hablando.
—Por favor, si hay aquí alguna madre o algún padre, nunca dejéis que vuestros hijos salgan de casa sin haberos despedido de ellos como es debido. Por favor.
—Carla –me dice mi abogado, tratando de calmarme—, ¿cómo era Bea? Háblanos de ella.
—Era una niña muy buena. Era risueña, era amable. Le encantaba la música. Siempre que entraba en su habitación la pillaba cantando y bailando canciones de Taylor Swift. Era adorable verla saltar emocionada por cualquier tontería. Quién iba a imaginarse que detrás de esa sonrisa había tantísimo sufrimiento. Y lo más triste es que yo sé que Bea fue fuerte por mí. Fue fuerte y se tragó su sufrimiento por dos, para ahorrármelo a mí. Y a lo mejor fue eso lo que la mató.
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Hacía dos años que no hablaba de ella en alto. Duele muchísimo más de lo que me imaginaba. Y es al decir eso cuando rompo en llanto. Pero aún así, no me detengo. Necesito terminar. Tengo que hacerlo por ella, y tengo que hacerlo por mí.
—No ha habido día en el que no la reviviera en mi cabeza, en que no me imaginara cómo sería dormir con ella abrazada a mí por última vez. Era brillante. Soñaba con ser cantante y dar sus propios conciertos, pero nunca me pude permitir pagarle unas clases de canto. Tuve que intentar hacerla feliz con lo que tenía. Era… perfecta. Aunque claro, yo siempre la vi con ojos de madre.
Con estas palabras termina mi declaración, pero yo no me muevo del sitio por dos motivos. El primero, porque estoy paralizada. Y el segundo, porque tengo que mirar a cada uno de los miembros del jurado. Tengo que mirar a mi abogado y tengo que darle las gracias.
El juez me pide que vuelva a mi sitio y el jurado empieza a deliberar. Son unos minutos horribles. Saber que hay una docena de personas hablando sobre la muerte de mi hija y no poder ni escuchar lo que dicen es una sensación muy desagradable.
Cuando parece que ya han llegado a un acuerdo, le pasan un papel al juez, y este lo lee en alto después de aclararse la voz. En ese papel están escritas unas palabras que llevo esperando escuchar años. Y me da miedo.
—Bien, el jurado de este juzgado ha decidido que, en el caso del suicidio de Beatriz Aguirre, el colegio Santo Ángel de Gijón y el resto de individuos demandados son…
Inocentes.
Me quedo perpleja. No lo entiendo. No entiendo cómo puede haber pasado. Cómo unas personas totalmente corrientes a las que les podría haber pasado lo mismo que a mí han tenido el valor de decir que esos niños no son culpables de la muerte de mi hija.
Así que ahí estoy, sentada, dolida, pero sobre todo, atónita.
Me levanto y me voy corriendo, al mismo sitio de siempre. Al punto de partida. Me voy a la playa. Llena de ira. Llena de odio. Y, aunque parezca increíble, por un momento, yo pienso en hacer lo mismo que hizo Bea.
Pero es entonces, ahí, llorando en la playa, cuando me doy cuenta de que puede que sea mejor así. Puede que no necesite un culpable de todo esto. Puede que lo único que necesite sea descansar de todo esto.
Porque, como dijo aquella niña, no necesito olvidar a Bea, porque sé que nunca podré hacerlo. No necesito señalar a alguien con el dedo y decir que ese fue quien mató a mi hija. Lo que necesito, por triste y duro que parezca, es aprender a vivir sin ella. Aprender a levantarme por las mañanas y bajar directamente a desayunar en vez de pasar por su habitación para darle un beso de buenos días. Aprender a caminar por la calle, a viajar y a reír. Hacerlo sin ella de mi mano.
Tengo que dejarla ir. Tengo que hacerlo por ella. Pero, sobre todo tengo que hacerlo por mí.
Pero nunca dejaré de verla con ojos de madre.
MIGUEL MENÉNDEZ TOMÉ 4º A (2019)
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LA JAULA
Martín, el niño solitario. Solía pasarse los recreos escribiendo y dibujando. Le encantaba leer, sobre todo los libros de fantasía, de seres mitológicos y de magia. Martín era un niño dulce, tímido, un poco introvertido, algo misterioso y muy soñador. Aunque según sus compañeros era un rarito amargado y afeminado que creía en tonterías. Todos se reían de él. No podía evitar encerrarse para pasar un rato torturándose a sí mismo, se sentía mal. Su cara pálida, sus ojeras y sus claros ojos azules, a menudo llorosos, le daban una impresión de tristeza constante. Así era. Todos los días antes de dormir observaba sus relatos de princesas, dragones y hadas. Miraba sus dibujos fantásticos. Con sus manos le daba la forma al papel de pequeños pajaritos que, después de humedecerse con sus lágrimas, tiraba a la papelera. Nunca dejaba que nadie las leyese o apreciase sus dibujos. Le daba vergüenza. También le importaba demasiado lo que pensaran de él, por eso se martilleaba a sí mismo insultándose, subestimándose y bajándose la autoestima. Era horroroso, no se quería a sí mismo y eso es lo peor que le puede pasar a un ser humano.
Un día, al llegar de la escuela, se encontró una enorme jaula en su habitación. No había ningún animal dentro, estaba vacía. Tampoco había rastro de una llave que la abriera.
Martín guardó la jaula pues le parecía muy bonita. No tenía nada, era grande, metálica, muy brillante y con una apariencia de ser irrompible, como una fortaleza.
Pasaron semanas pero esta no se abrió, ni siquiera le dieron algo para abrirla. Era viernes, llegó a la escuela, podía oír los murmullos cuando pasaba. Las miradas de asco le daban a entender —y lo tenía claro— que jamás tendría un amigo. A la hora del recreo, un niño se le acercó. Este le dijo: “O me haces el relato para lengua o la tendremos”. Martín con la cabeza gacha, e intentando no mirarle, asintió. Siempre le hacían lo mismo. Eran las cuatro de la tarde, llegó a casa. Hoy no había sido un buen día para nada (nunca había buenos días, pero este había sido peor). Le habían humillado, le habían robado un relato y lo habían colgado en el periódico escolar. Ahora sí, todos, definitivamente todos, se reían de él.
Cuando entró en su habitación, se encontró con un pajarito de papel dentro de la jaula, volaba. Se quedó observándolo. lo dibujó. Una jaula enorme para un pajarito tan pequeño. De repente, desapareció entre sus manos. Iba a sentarse a estudiar cuando apareció una llave sostenida por un hilo. Martín, curioso, alargó el brazo y la arrancó. Era de papel. Se preguntó qué hacía aquella llave debajo de la mesa. Intentó abrir la jaula con ella, pero no funcionó.
—Quizás sea una broma, o igual es un adorno, tal vez sirva para algo o tal vez sea producto de mi imaginación —pensó.
Se quedó mirando la jaula, el pájaro y la llave. Acabó llorando, todo se le venía encima, ahora creía que estaba loco. Con un ataque de furia, destrozó todo, sus relatos, cuentos, dibujos… incluso intento romper la llave, pero a pesar de ser de papel no se rompía. Entre furia y lágrimas la lanzó. Esta empezó a brillar, cada vez brillaba más. En la jaula todos los papeles rotos se convertían en pajaritos de papel revoloteando. Martín cogió la llave y sintió la necesidad de probar otra vez a abrirla y liberar a todos aquellos pajaritos que ya apenas tenían sitio para desplegar sus alas. La jaula se abrió. Una luz despampanante, cegadora y fulminante le envolvió. Todos los pajaritos revoloteaban felices por la luz, jamás tendrían que volver a estar encerrados. Jamás tendrían que volver a ser prisioneros de los malos comentarios, de los insultos, de las risas burlonas, de las amenazas, de las miradas despectivas. Jamás tendrían que volver a ser prisioneros del MIEDO. Entre luces convertidas en estrellas, los pajaritos, ahora sueños e ilusiones que volaban libres, se encontraba Martín. No podía parar de sonreír, de reír a carcajadas y estallar de felicidad. Ahora todas las fantasías, sueños, ilusiones y recuerdos flotaban en el viento sin un muro o unos barrotes que los detuvieran.
Respecto a Martín… bueno, ahora era realmente y más que nunca MARTÍN.
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ADELA MEDINA LOBATO 2º B (2019)