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LA DESCRIPCIÓN

DESCRIPCIÓN 4º 2019
 Querido amigo

“Estoy sentada delante de ti y no te tengo miedo. Al borde de un manto de hierba cubierto de hojas, me aproximo al vacío, insistente, no siento vértigo, sólo pánico porque nada vuelva a ser lo mismo, ahora que estás desnudo de pies a cabeza delante de mí. Antes solía postrarme ante ti, solía cubrirte de tierra y jugar a mecerte húmedo entre mis brazos, haciéndote mío, ahora me contento con mirarte incrédula de lejos. Has cambiado tanto que me cuesta recordarte. Sé que te da vergüenza que te mire así que me tapo los ojos y los aprieto fuerte para que desaparezcas de mi mente, pero no puedo evadirte, desdibujarte. Camino hacia ti a oscuras bajo la luz del día y te toco, te piso, te siento. No te importa, me dejas pues ya he descubierto tu mayor secreto. Estás cubierto de una piel ruda, acallada, áspera y rugosa, sin embargo dulce, tienes tres cicatrices y millones de heridas abiertas sobre las que apoyo las yemas de mis dedos. Acaricio tus labios resecos e inevitablemente abro los ojos. Antes solías susurrarme al oído, ahora que el otoño te ha arrancado la voz chillas más que nunca en silencio, estás agonizando. No quiero mirarte, pues sé que en algún lugar estás sangrando raíces, puñados de lágrimas inaudibles. Me giro una vez más antes de irme y miro cómo tu desnudez araña furiosamente el cielo. Trocitos de ti se mecen a tus pies, pedazos cobrizos, amarronados, que antes te hacían ser lo que eras y ahora solo son una prueba más de tu derrota. Tú contra viento, sol y lluvia,  ahí, preso e indudablemente solo, contra todo, incluso contra ti mismo”.  

Candela Pardo Llano 4º A

Mi árbol

"Tras verlo llevaba tanto tiempo deseando expresarlo, deseando poder explicar con palabras la belleza de lo que había visto. Añorando cada minuto desperdiciado en otras actividades. Todos los días debía pasar a su lado, pero nunca encontraba el momento preciso para darle la importancia que se merecía. Hasta que por fin había podido sentarme con calma, impregnar mis ojos de su aspecto y mis manos de su tacto. Tras un árbol se podían esconder tantos sentimientos y sobre todo tras este: un árbol tan perfecto, tan diferente en cada época del año. Por eso a pesar de mi ilusión había tardado tanto, porque debía esperar hasta el otoño para representarlo en su mayor belleza. Con las hojas rojizas o aún verdes cayendo en pequeñas cascadas hasta el césped, que parecía estar esperándolas. Para poder plasmar de forma exacta cómo la antigua mesa de madera contrastaba con los coches último modelo que desfilaban por la carretera. Para poder describir el tacto del tronco tras un verano de sol sobre él y que en ese momento parecía estar esperando la lluvia que las nubes amenazaban con liberar. Por eso la espera había merecido la pena, para poder expresar mejor cómo era mi árbol, viejo pero a la vez perfecto a su manera, que parecía no verse afectado por todos los cambios que ocurriesen a su alrededor".

Lucía Sampedro Rozas 4º A

TIEMPO

 

​"El tiempo es complejo y a la vez sencillo. Nadie sabe definir qué es con exactitud, pero igualmente se puede medir. El tiempo es lo que tarda en caer el sol o lo que tarda una hoja en tocar el suelo. Digamos que el tiempo se mide en sucesos más que en segundos, como las nubes caóticas danzando en el cielo o las montañas postrándose a lo lejos, esa primera y fresca brisa de otoño, esos rayos de sol escondiéndose bajo un mar de nubes. Como ese valle verde, que a primera vista, no tiene vida. Hasta que descubres ese pequeño pueblo en el que viviste tu infancia. Y en ese momento, te das cuenta de lo que vale el tiempo."

Silvia González Ramil, 4º B

EL PASEO

​"Esas curvas invertidas e irregulares, pero siempre cubiertas de ese verde característico, han rodeado mi infancia. Aún recuerdo las nubes juntándose y arrojando agua sobre nuestra cabezas el día que comenzaron a construir esas casas, el mismo día que pensé que ya no volvería a ver ese paseo desde la ventana de mi habitación. Junto a la estrecha y, para nada, uniforme carretera a la que tus padres te recordaban día tras día que no te acercases; pero que se encontraba a sólo unos metros de asfalto de los prados color esperanza, la que no le faltaba a la lavadora para intentar salvar nuestros pantalones cada vez que nos caíamos en ellos. Seguidos de pequeños árboles, aunque grandes por aquel entonces, esos que me han visto crecer. Mientras jugaba al baloncesto intentando que esa pesada y perfecta esfera entrara por el rojo aro. Acompañada de esa inusitada fuente que tantos días largos de verano ha hecho amenos. Sin olvidarnos de los oxidados e irrompibles columpios, que han aguantado generaciones. Pero sobre todo, ese tobogán color ferrrari, el coche que yo quería por aquel entonces, aunque este conseguía llevarnos a cualquier lugar: desde las cataratas del Niágara hasta el río Guadalquivir. Sin olvidarnos de esas farolas que tanto odiaba cuando se encendían, ya que eso significaba terminar de jugar por ese día. Incluso los garajes más recónditos eran escondites ideales para planear cualquier tipo de gamberrada. Aunque después de todo, mi cerebro no logra comprender como unas simples imágenes pueden hablar tanto".

Jimena Arena Barreiro 4º B

EL JARDÍN SECRETO

​"Era una tarde de septiembre en la que el cielo estaba vestido con un velo blanco.

Donde me encuentro, puedo ver un pequeño jardín dentro del pueblo. Este está Cerrado con un viejo muro desgastado por el paso de los años. Rodeando este pequeño jardín logro ver unos edificios (no muy altos) de distintos colores. Y detrás de estos una pequeña montaña hace de fondo en el paisaje.

Dentro del jardín, hay un pequeño invernadero cuya lona esta desgastada, probablemente a causa de los bailes del viento. A su lado, un pequeño huerto lucha por sobrevivir al próximo invierno mientras que un espantapájaros desempeña su trabajo ahuyentando a las aves hambrientas.

En una esquina remota del jardín logro ver una pequeña cabaña donde, seguramente, se guarden los útiles de jardín.

El resto del jardín está recubierto, en su gran mayoría, por árboles frutales".

Mireia Labra Sánchez, 4º A

ESA CASITA EN LA LADERA

​"Esa casita en la ladera al lado de la montaña, con el aire jugando en la copa de los árboles que la rodean y haciendo sonar ese silbido tan peculiar. Este paisaje es bello en todas sus estaciones. Pero lo más bonito de todo es cuando el sol aparece tímidamente entre la montaña y brota una luz reflectante y deslumbrante entre las ramas de los árboles. Aún impresiona más el atardecer, con el sol escondiéndose para dar paso a esa luz tan mágica que desprende la luna".

Christian Blanco Sánchez, 4º A

EL HOTEL

​"Puede parecer un poco raro que me descripción sea sobre gente entrando y saliendo de un hotel, pero mi intención es más que eso, pretendo describir el lugar donde me crie, donde solté las mayores carcajadas pero también mis mayores llantos. No siempre he vivido en este maravilloso lugar, tengo grabado en mi cabeza la primera vez que posé mi pie en esta casa, lo que más me llamó la atención fue el hotel que había justo enfrente, pensando en quién querría venir a pasar las vacaciones a un pueblucho como este, pero aquí estamos, martes a las 8:00 de la tarde, un día frío de otoño, con más de cuatro excursiones. La mayoría era de grupos de gente de la tercera edad. Podía oír alguna palabra que decían, y te aseguro que eran del sur de España, ese acento andaluz tan peculiar. Entre mi casa y el hotel hay una verja metálica, la cual crea un camino sin salida, únicamente para acceder a mis casas vecinas. No os imagináis la cantidad de gente que se confunde y toma el camino equivocado. De pequeña me lo pasaba bomba viendo las caras de inocentes de esas pobres personas.

Ver el anochecer desde mi ventana (cuando no hay nubes estorbando por el medio) es simplemente maravilloso. Contemplar esa esfera naranja esconderse lentamente detrás de las montañas y de ese hotel, te pone los pelos de punta".

Deva Benito Lara, 4º B

MI COCHE

​"Veloz como el rayo, brillante como el sol. No es un bólido, tampoco un avión. Con su forma un tanto peculiar, pequeña y sencilla, se puede colar hasta en el más mínimo recoveco. Algunos dicen que es un escarabajo, otros tan solo un simple trozo de chatarra, pero para mí, es de lo mejor que ha habido. Sus potentes ruedas llenas de aire a rebosar le hacen parecer que siempre está lleno de energía.

Consta de unos altavoces, que hace parecer que estés en una discoteca; cinturones cuya correa no te hiere el cuello al llevarlos puestos, y a parte son un seguro para tu vida; además, sus asientos te hacen sentir como si estuvieras en un colchón… Para finalizar, quisiera deciros que recoge un rojo fuego en su carcasa que capta la atención de todo aquel que lo mira, e incluso el de aquel que no. Yo creo que pocos coches recogen todas estas cualidades juntas, por lo que para mí es el mejor coche del mundo".

Miguel López Estrada, 4º B

MI HABITACIÓN

​"Mi habitación está formada por cuatro paredes de color azul, las cuales están llenas de recuerdos y momentos especiales e importantes de mi vida. Están decoradas con cuadros, imágenes y algún que otro recuerdo colgado. Según entramos, encontramos el lugar donde paso gran parte de mi tiempo, la zona de estudio; a la derecha nos encontramos el gran armario en el que guardo toda mi ropa, una ropa llena de experiencias de vida, unas buenas y otras malas. A continuación vemos mi pequeño desastre, que puede que sea lo que más me identifica, la mesita de noche. En su interior solo hay papeles, fotos, cables, apuntes.. un poco de todo y muy mezclado. En su exterior vemos lo que más llena mi día a día cada vez que la veo, una foto de mis abuelos. A la izquierda, chocamos contra mi rinconcito, el lugar en el que, sí que sí, me paso la mayoría del día, donde reflexiono, río, lloro, descanso, veo series, etcétera, mi cama. Está cubierta de muñecos, todos tienen un significado, un recuerdo o una persona. Por último, nos encontramos con la zona de lectura, en la que podemos ver mi pequeña biblioteca, donde está la mitad de mi infancia, seguida de la ventana, con unas vistas muy bonitas al río Sella y los Picos de Europa. Y así es, mi pequeño hogar lleno de luces, mi habitación".

Paula Fernández Lobeto, 4º A

EL HOSPITAL

​"El hospital, ese lugar donde la vida empieza y acaba, ese lugar al que generalmente nunca quieres entrar, ese lugar que para nada te da buenas sensaciones. ¿Por qué? Nadie lo sabe, pero su olor, su decoración, su constante silencio, mejor evitarlo. Cuando escuchas la sirena de la ambulancia saliendo o entrando a toda velocidad piensas: ¿qué habrá pasado? ¿a quién? ¿cómo? Iluminado 24 horas al día, con gente trabajando mientras tu duermes para mantener a tu conocido, primo, amigo, tío o abuelo con vida. Un sitio donde hay personas pasando su primer día de vida, otras el último, y otras que tienen un simple catarro. Un edificio enorme, intimidante y, sobre todo, triste. En definitiva, no me gusta nada el hospital, ojalá que las únicas veces que tenga que pisar su suelo sea para ver nacer a mis hijos".

Jorge Vega Albisu, 4º A

EL PUENTE ROMANO

​"Caminando entre el bullicio, por fin vislumbrando el final de la gente. Y allí estaba, con sus tres bocas; la central ligeramente destacando entre las otras por su tamaño; de ella colgaba una campanilla con forma de cruz, esta tenía colgada un alfa y un omega a cada lado respectivamente. Por dos de las bocas, escupía caudalosas aguas que huían dejando paso a las siguientes. Sus dos ojos, notablemente más pequeños que las bocas, estaban ahí entre comisura y comisura, contemplado como un pequeño evolucionaba dejando atrás costumbres, tradiciones y mucha gente para pasar a ser una ciudad en la cual las personas se pudrirían en oficinas, sin saber que son cosas como respirar aire puro, divertirse o meramente lo que es la libertad".

Jaime Alonso Fernández, 4º B

PAISAJE

​"En aquel lugar el sol iluminaba cada rincón y las hojas de los árboles eran movidas por el viento con la misma facilidad con la que un pájaro volaba. Los frondosos árboles generaban pequeños rincones fríos y oscuros en los cuales uno se podía refugiar del sofocante calor. Los pájaros cantaban y aquellos animales paseaban por los verdes campos en los que se podían apreciar pequeñas flores que crecían. Al fondo un escuálido árbol de estrechas y enredadas ramas les proporcionaba una pequeña vivienda y les resguardaba en las fuertes tormentas. Aquel paisaje podía resultar bastante desolador pero para ellas era su hogar. En él vivieron día tras día y dicho legado fue pasando de generación en generación. Al fondo se apreciaba un pequeño muro de piedras desgastadas que era invadido por pequeñas plantas que poco a poco se abrían espacio haciendo de él un monto  de piedras".

Diego Gancedo Pérez, 4º B

EL CAÑÓN
DESPEDIDA

​"Ya hacía bastante que había dejado de llover, pero las gotas no se desvanecían de aquel cristal que le separaba de la realidad. El cielo estaba triste, aunque ella se sentía indiferente. Sabía todo lo que dejaría atrás. Amigos, risas, ilusiones e incluso algún que otro temor salpicado con amargura de aquellos momentos en los que tan mal lo había pasado, en los que tanto había llorado y en los que tanto le habían ayudado. Sus ojos estaban casi tan perdidos en las casas y árboles que pasaban y que conocía perfectamente que ni siquiera se percató de que una de sus canciones favoritas había comenzado a reproducirse en su mp3. Los árboles eran verdes y altos, tanto que parecían rozar el cielo encapotado que cubría el techo de aquel coche en el que se marchaba. Al fin y al cabo, eso es lo que había querido desde siempre. Esbozó una cálida sonrisa al pensar que cada casa, cada árbol, cada gota que se alejaba de su campo de visión, era una persona, una anécdota o una lágrima, que tenía para recordar cada vez que echase de menos aquel pueblo en el que había crecido de niña, solo que, ya no era ninguna niña. Y fue entonces cuando sus ojos se inundaron tanto como el cristal que ejercía de ventana. Pero no por tristeza o agonía, si no, más bien, por una extraña sensación que provocaba que en su cabeza se repitiera constantemente un sonoro “lo logré”.

Mariana Bobes Tello, 4º B

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​Miguel González Díaz, 4º B
Narración

LA NARRACIÓN

Y el agua nos perdonó la vida ...

Vecino

La madrugada del 16 de junio de 2010 fue de mucho llover, apenas el tiempo ha logrado dibujar una fina película de polvo y olvido en este vívido recuerdo ya viejo y oxidado pero no caduco tras 9 años de profundo sueño. Llegaba una tormenta y caía en tromba sobre los tejados. Cuando parecía que aflojaba surgía otra nueva que recuperaba la intensidad, y después otra y otra más, inagotable, con la firmeza y determinación del que asegura haber vivido algo. Así estuvimos toda la noche, ciegos, en un repiqueteo constante que rompía impasible tejados relegando a millones de familias a dormir a la intemperie.

En un duermevela eterno mecidos al son del viento. De fondo, el río. Aquella noche de fuertes aguas me fue casi imposible conciliar el sueño, acostumbrado al castigado silencio de un hogar vacío no me fue sencillo adaptarme a la compañía... no fueron pocas las veces que tuve que levantarme a oscuras y pasear por el gélido pasillo describiendo círculos, óvalos infinitos testigos de mi locura, el sonido no cesaba. No recuerdo como caí finalmente y tras horas crudas y hostiles de frenéticos paseos en los brazos de Morfeo. Lo que si se es que aquella mañana desperté en ese mismo pasillo agarrando firmemente un paraguas y ahogado en un abrigo de pelo, estaba seguro sin embargo de no haber salido fuera de casa. Desayuné galletas de azúcar y a sorbos un café... ni siquiera estaba preocupado, no me molesté en mirar por la ventana, la noche había sido dura pero llevaba viviendo aquí una vida y ese desenfrenado y dulce torrente me resultaba familiar. Tantas raíces, tantos años en esta misma casa junto al río y aún me fue imposible distinguir su fiel rugido.

Sencillamente aquella noche no hubo nada que me hiciera presagiar lo que vendría después.

Rocío, Médico

Entré ese día a trabajar afanada, contrariada y aunque había descansado mucho la noche anterior bajo los efectos de las pastillas, tenía la sensación de tener sobre el pecho una gran fuerza opresora que me quitaba el aliento.

 Esa angustiosa mañana, había descubierto un río más protagonista y engreído que de costumbre. Estaba absorta revisando millones de hojas con diagnósticos, medicaciones y prontas evaluaciones, apurando unos segundos antes de coger el coche y marcharme al hospital cuando percibí que alguien estaba llamando a la puerta. Me levanté despacio, cabizbaja, y me acerqué empujada por una fuerza repentina de preocupación a la entrada. Eran las 8 de la mañana, una visita a estas horas se traducía en desgracia. Estaba metiendo las llaves en la cerradura cuando noté un batir, un bramido ronco. Pegué suavemente la oreja a la madera de aquella robusta puerta y me quedé congelada escuchando, si, alguien estaba empujando, dando despreocupados golpes muy muy fuerte. Abrí desconcertada y me encontré con unas suaves olas anegando la calle. Quizás no llegaban aún a océano pero eran un charquito ensordecedoramente amenazante. A lo lejos un barquito de periódico a la deriva lleno de pasajeros que pedían ayuda.

La situación no era preocupante, pero lo sería, de eso no me cabía ninguna duda.

 

José Manuel Álvarez, Director

Eran apenas las 7 cuando cogí el periódico, me disponía a ir hasta el colegio pues debía organizar relevantes cuestiones cuando frené en seco a mitad de camino sorprendiéndome hasta a mí mismo. No podía acallar más esa inexplicable necesidad de pasear junto al las orillas del río. Debo admitir que hace años cuando poseía perro y no esposa recorría a diario ese zigzagueante camino, sin embargo esa rutina había desaparecido. Ahora yo vivía demasiado lejos de él.

Llevo desde entonces planteándome el origen, el motivo, esa fuerza que me impulsó a pasear ese día y no otro, ese sexto sentido. 3285 días pensando el porqué, miles y miles de segundos y aún sin respuesta. Confío en el destino, en el presagio, la noche anterior no había escuchado llover y sin embargo sabía que el río estaba caprichoso. Estaba hecho a Arriondas, conocía cada rincón y escondite y al parecer también hasta el alma inanimada de sus aguas.

 

Padre e hija

La noche anterior estuvimos ultimando cada detalle, un recién planchado mandilón a rayas rojas había quedado estirado sobre el sofá recién planchado esperando, aguardando un pellizco de tiempo. Recuerdo que esa noche resultaba imposible acallar sus preguntas, en su carita una profunda expresión de cansancio, en sus ojos una chispa frenética e incesante. Por eso cuando esa mañana vino ella a despertarme a mí no me sorprendí en exceso. Entró sigilosamente y se metió entre las sábanas, se apoyó en mi espalda y me apretó muy fuerte. Al descubrir que yo ya estaba despierto se puso a susurrarme al oído... lo que ella no sabía era que yo en realidad no había llegado a dormir nunca, no por el llanto del agua sino por el mío propio, por ella, crecía, crecía para mí inexorable y desmesuradamente. Antes, más pequeña, tímida, escondida siempre en su cuna incluso cuando no cabía en ella y desterraba de su lecho algún peluche prescindible para hacerse hueco. Tardes enteras enseñando a leer a muñecas rechonchas y analfabetas. Al acabar cada cena leche y galletas.

Entonces no tenía miedo a que creciera porque el crecer era algo desconocido para mí persona, mientras ahora iba cada noche a guardar su sueño, a taparla aún cuando tenía calor y a darle besos: de buenas noches, media noche, casi las seis y al despertar. Ahora quería que la vida fuese un invierno constante para congelar el reloj y su sonrisa. Todas y tantas noches en vela y sin embargo no escuché llover ese 16 de Junio, estaba ciego y sordo para quien no fuese mi niña.

 

José Manuel Álvarez, Director

“Por si acaso” respondí a sus preguntas, había decidido suspender las clases y blindar el centro. El ejército de agua dulce resultaba amenazante, no dejando espacio para errores mínimos o dudas. Era consciente de que estaba suspendiendo 6 horas lectivas para cientos de niños y una graduación apremiante, pero también sabía con certeza que una clase, por muy productiva que resultase tenía mucho menos valor que una vida, no era comparable. Fue ver el río y correr la voz de alerta. Y, en efecto, no me equivoqué.

 

Manolo

Estaba queriendo amanecer cuando desperté sudoroso y fatigado fruto de una pesadilla. Me quedé mirando la ventana hasta que tuve fuerzas para incorporarme, antes de levantarme de la cama a duras penas recé como cada día una oración escueta para mí difunta esposa y para mí hijo, a estas edades después de tanto vivido, había aprendido a perdonarle a la vida hasta la ausencia del mismo, tan atareado siempre que a veces incluso me aseguraba que se olvidaba de respirar.

El transcurso del día era totalmente normal hasta que, pasadas unas horas, a cosa de medio día las bocinas, las ambulancias y los repentinos diálogos de los vecinos en la calle me alertaron. Los siguientes acontecimientos ocurrieron muy deprisa, poco acostumbrado a los altercados me arrepentí de no haber vivido más situaciones semejantes, de no estar más preparado para momentos así y de que fueran a pillarme así de indefenso y maltrecho. Para mí fue horrible, pese a contar con toda la solidaridad y ayuda del mundo, el simple hecho de tener que salir de mi geriátrico en una tosca piragua surcando el agua turbia arremolinada a la entrada y ya poseedora del primer piso, supuso demasiada ansiedad… nos sacaron a todos, nos metieron en furgones y llevaron a otra residencia semejante dispuesta a más distancia del enemigo. Al llegar allí me ducharon, dormí furtivamente toda la tarde y luego escribí todo, todo en una servilleta, impresiones y realidades, todo con mi letra.

 

Al día siguiente 17 de junio encontraron a Manolo hecho un ovillo sobre la cama, muerto desde hacía horas, no de enfermedad, no de pena, sino de miedo. A sus pie esa historieta pasada por agua que le había mantenido en vilo toda la noche, y debía de haber sido quizás lo más peligroso a lo que hizo frente jamás... ¿y si vuelve? ¿Y si nos alcanza de nuevo el agua? Esa fue su última pregunta antes de que la vida le fuese arrebatada.

 

Padre e hija

No hubo graduación, no hubo. Sencillamente nunca llegó a haberla.

 

Mi río y sus destrozos

Salió ileso, victorioso de aquella batalla, pues era conocedor de nuestra derrota. Su esfuerzo sobrenatural, su actitud impertérrita. Arrastró imponente todo a su paso: pupitres, libros... ahogó bosques, arrasó coladas y tiñó burlón sus aguas turbias de promesas rotas, playeros y calcetines desparejados y aunque no del todo solteros. Destrozó el parvulario, arrancó ventanales y vació todas las aulas, se había llevado una pequeña papelera de metal que los maestros utilizaban como recipiente para disuadir a los pequeños de seguir con los chupetes. Durante aquella tarde redobló sus nervios, su ira causó destrozos materiales de valor incalculable. No permitió que volviésemos a nadar más en las piscinas localizadas más arriba hasta dentro de 5 años, sentía celos. No quería que usásemos coches porque atascó sus ruedas, no quería que corriésemos, nos quería mantener dentro de Arriondas y a ser posible hundidos con vida en sus aguas.

 

Rocío, Médico

Un fuerte olor a gas se extiende por el aire y el helicóptero insiste con desesperación sobrevolando el hospital. El sonido de las sirenas es ahora uno solo, intenso y angustioso.

El hospital tenía un aire distinto al estar vacío, parecía menos acogedor y sorprendentemente más triste. Pasillos grises, habitaciones grises y gente, la que aún quedaba, gris.

 

Vecino

Al día siguiente se hizo el silencio, Arriondas estaba vivo pero sus palabras habían muerto. No escuchaba nada ni a nadie así que me preocupé en exceso, mi villa nunca había sido muy grande pero sus engranajes provocaban más ruido que todo un país. Los habitantes solían cruzarse por las mañanas, intercambiar palabras alentadoras, abrazarse pese a veces ser completos desconocidos, y unos pocos mantenían bajo mi ventana, como si de un punto de encuentro se tratase, diálogos espontáneos, alegres y tremendamente interesantes que a veces me obligaban a apagar la radio y escucharlos con la ventana entreabierta.

Pero ese día era diferente, habíamos trabajado mucho el día anterior, estábamos todos exhaustos y con la sensación de haber librado una gran batalla por muy muy poco. Seguramente todo el mundo estaría en su casa, abrazado a alguien, incluso los que estuviesen completamente solos sentirían en ese día un calor cercano y ardiente. El río era un trampantojo incuestionablemente, un pedacito de agua engañoso que lucha traicionero para destruirte cuando siente la necesidad.

Solo por eso salí yo solo a pasear, a observar en soledad las casas con todas las luces encendidas pese a ser pleno día y cubiertas de salitre, la sal de unas lágrimas de pura alegría y desdicha.

Exagerado, estrambótico, lo soy, y lo seré siempre.

 

Padre

Y llovía, salí a mojarme.

Me senté en la orilla del Sella y con la mirada posada en las infinidades del cielo reí, reí mucho y muy alto hasta que el costado me cosquilleaba.

Estaba a punto de irme cuando con la mirada en la orilla de enfrente encontré un pequeño círculo de colores.

 

Me acerqué despacio atravesando el río con unas botas altas y luchando contra la corriente. Cuando llegué me quedé espeluznado, un pequeño nido de chupetes había resistido el paso arrollador de la devastadora riada y se mantenía allí a salvo. El agua no se había atrevido con lo más inocente, sagrado y lo estaba cobijando.

 

A lo lejos un puñado de fotos desdibujadas, imágenes cubiertas de barro, arena... dibujos de casas, garabatos, que antes decoraban las paredes del colegio y ahora iban río abajo rumbo a ninguna parte.

Solo son fotos pensé, fotos con caras, con miradas, con sonrisas que el río podría haber ahogado. No fui a por ellas, simplemente las dejé ir...

 

CANDELA PARDO LLANO 4º A

Ojos de madre

Hace ya dos años que perdí a mi niña. Era tan dulce, tan buena… Y nunca seré capaz de perdonarme lo que hice. Nunca podré perdonarme no haberle preguntado cómo estaba, porque de haber sido así, el presente podría ser totalmente distinto.

Aquella mañana, Bea tenía la misma expresión de siempre. Era un día como otro cualquiera, un martes de otoño, tan normal que ni siquiera me despedí de ella como se merecía. Simplemente, le dije que tuviese un buen día desde la cocina cuando se fue. Unas palabras bastante irónicas, para qué engañarnos.

Y qué tonta fui. Qué equivocada estuve. Pero yo no sabía que esa sería la última vez que Bea escucharía mi voz.

Estos pensamientos son interrumpidos por el timbre de casa, que ya casi nunca suena, porque no quiero que nadie venga a verme. Y las pocas veces que suena, me quedo sentada. Lo ignoro. No quiero que nadie me vea así. Sin embargo, hoy hago el esfuerzo de levantarme para abrir al periodista que me espera fuera.

—Buenos días, Carla. ¿Qué tal estas?

—Bien. Esperando a que se haga justicia —digo, sonriendo.

Seguramente sea la cosa más cínica que he dicho en mi vida. En realidad estoy destrozada. Pero tengo que ser fuerte.

—Y bien, ¿cómo te ves para el juicio? ¿Crees que el veredicto será justo?

—Bueno, eso espero. La verdad es que es lo único que puede alegrarme un poco la vida, llegados a este punto.

—Seguro que sí —me dice, sonriendo—. Aunque sus palabras sonarían mucho más consoladoras si no hubiera tres cámaras ansiosas por publicar la exclusiva enfocándome a la cara.

Después de esto conversamos un rato, pero es una entrevista tan fría y tan irrelevante que ni siquiera me voy a molestar en escribirla.

 

Y sí, en efecto, huy es el juicio. Hoy es el día en el que me tendré que ver cara a cara con un juez que lo único que quiere es irse a casa a comer, un abogado desesperado, porque defiende a una mujer igual de desesperada, un jurado que no quiere estar ahí, unos cuantos niños que consiguieron que mi hija se quitase la vida, y decenas de periodistas en la puerta, esperando rascar alguna monedita con el titular. Un panorama maravilloso, di que sí.

Así que entro al juzgado después de atravesar un pasillo de cámaras y micrófonos de la sexta, me siento al lado de mi abogado y empieza la tortura.

El primero en declarar es Carlos, el mejor amigo de Bea. Un niño que se pasó la vida en mi casa mientras sus padres estaban de viajes de negocios. Sin embargo, llevaba mucho tiempo sin verle. Solo había venido a mi casa una vez desde que pasó todo lo que pasó. Se le veía igual de destrozado que ahora. Pero está mucho más mayor. No puedo evitar sentirme como una madre orgullosa al ver todo lo que ha crecido.

—Dime, Carlos —le dice mi abogado, con una voz tranquila—, ¿cómo era tu relación con Bea?

—Era mi mejor amiga. Lo sabía todo sobre mí, y yo lo sabía todo sobre ella. O al menos la parte buena.

—Y, ¿cómo era su relación con el resto de compañeros? ¿Cómo era su día a día?

 

No estoy muy segura de querer escuchar su respuesta.

 

—¿Queréis saber cómo era su día a día? Bien. El lunes, la llamaban gorda.

El jurado ha dejado de mirar sus relojes. Ya no están tan aburridos.

—El martes, la llamaban bollera. El miércoles la llamaban bizca y el jueves le metían la cabeza en el váter.

—Señoría, por favor —dice el abogado contrario, intentando callar a Carlos—. Por favor.

Sin embargo a Carlos no parece importarle y sigue hablando.

—El viernes le tiraban del pelo. Y cuando llegaba el fin de semana, y parecía que la tortura se terminaba, las redes sociales se llenaban de humillaciones y de insultos hacia ella, y su móvil se llenaba de mensajes explicándole cómo iba a ser el itinerario de la semana siguiente.

Todos. Absolutamente todos en la sala nos quedamos con los ojos como platos. No se oye ni un suspiro. Un niño de 16 años y una historia que parece que nuca ocurre fuera de las películas de Hollywood, acaba de robarnos la respiración a todos. El primero en recuperar la voz es mi abogado.

—Bueno, Carlos –dice, con el alma en los pies, tratando de que no se le rompa la voz—. Gracias.

Ahora es el turno del otro abogado, el que defiende al colegio. Este no sabe qué preguntar, así que se limita a dar un discursito sobre por qué el colegio no tiene la culpa de nada, y sobre las múltiples causas ajenas al acoso escolar por las que Bea podría haberse suicidado.

Carlos, que está poniéndose rojo de furia, le interrumpe.

—¿Hay alguna pregunta para mí?

—No —dice el abogado, asombrado—. Pero me gustaría que escucharas lo que voy a decir.

—Pues lo siento mucho, pero no he venido aquí para escuchar idioteces. Buenos días.

 

Con estas palabras se levanta y se va por donde ha venido. En serio, este niño me cae muy bien. Por algo Bea era su mejor amiga.

El abogado se sienta, haciéndose el ofendido, y entra por la puerta otra persona diferente. Y después otra, y después otra. Así nos pasamos un buen rato. Entran, declaran, y se van. Todas las caras son vagamente conocidas. Amigos y amigas de Bea. Y todos parecen muy dolidos. De alguna forma, sus palabras me consuelan:

—Era una chica maravillosa.

—Siempre la recordaré como una buena amiga.

—Ojalá hubiera tenido el valor de denunciar la situación. Pero supongo que no todos somos tan valientes como nos gusta sentirnos.

Una de las declaraciones que me deja más marcada es la de Isabel, una chica que siempre tuvo buena relación con Bea.

—Me costó mucho aprender a vivir sin ella. Nunca había perdido a un ser querido. Me duele mucho que tuviese que ser Bea quien me enseñara a mirar hacia delante.

 

Y es cierto. Cuando pierdes a alguien, todo lo que puedes hacer es, de alguna manera, aprender a olvidarle. Y para eso hay que ser muy valiente.

Después de casi dos horas de declaraciones, unas más dolorosas que otras, el juez decide que nos tomemos un descanso.

Todos se quedan cerca del juzgado, comentando el caso y esperando ansiosos a conocer el resultado, pero yo decido irme a la playa de San Lorenzo.

 

Este es el primer lugar en el que Bea se bañó en el mar. El primer lugar en el que jugó con la arena. Solo tenía un año y medio. Recuerdo tan bien su carita de felicidad, su sonrisa. Era una niña risueña. Feliz. Y qué bien lo pasamos ese día. Se fue a casa tan contenta…

Y también fue aquí, en este mismo sitio, en el que se quitó la vida. Este fue el último lugar que vieron sus ojos. Solo espero que, cuando llegó aquí aquel martes, recordase los buenos momentos que pasamos juntas. Espero que recordase a su madre. Que me recordara a mí. Porque yo a ella la adoraba. La adoraba con locura.

Al parecer, no soy la única a la que se la ha ocurrido venir aquí, porque entre las lágrimas que emborronan mis ojos, puedo ver a Carlos acercarse.

—Hola, Carla —me dice, triste—. ¿Cómo estás?

—Hola Carlos. Estás muy mayor —le digo, sonriendo—. Estás guapo.

Carlos se ríe, igual que se reía de mí cuando se quedaba a comer en mi casa y yo les contaba las historias de las tonterías que hacía de pequeña. Una risilla tímida, que me trae el recuerdo de toda una vida. Bea fue como la hermana que Carlos nunca tuvo. Y Carlos es como el hijo que yo ya no tengo.

—Este era el sitio favorito de Bea. Le recordaba a ti. Supongo que ya lo sabías.

—Carlos —le digo—, ¿tú la viste ese día? ¿La viste el día de su muerte?

Se le humedecen los ojos y empieza a clavarme sus palabras como puñales en el pecho. No sé ni para qué he preguntado.

—No, pero sí el día antes, por la tarde. Me dijo que estaba harta de todo, que no aguantaba más. Me dijo… Me dijo que algún día por la mañana iba a salir caminando en dirección contraria al colegio y que esa sería la última vez que la viésemos. Así que a la mañana siguiente fui a buscarla a casa media hora antes de lo habitual, por si se le ocurría hacer alguna tontería. Pero llegué tarde. Llegué tarde.

Y cuando siento que ya no le quedan fuerzas para seguir hablando, me dice, entre llantos, dos palabras que jamás debería decir. Porque es la última persona que debería sentir alguna culpa de todo esto. Pero aún así las dice.

—Lo siento.

 

Cuando vuelvo al juzgado, ya hay otra persona para declarar. Es la tutora de Bea, que siempre intentó hacerle la vida y las cosas fáciles a todo el mundo. Es una de las personas más buenas que conozco. Y tiene pinta de estar destrozada. Desde que se sube al estrado hasta que se baja, no deja de llorar.

—Yo nunca me imaginé que algo así fuese a pasar, y mucho menos en mi tutoría. Es decir, yo siempre me esforcé por hacer que todo fuese bien entre los chicos. Y siempre que veía algún conflicto intentaba resolverlo con palabras. De verdad, lo siento muchísimo si lo que hice no fue suficiente.

—¿Alguna vez viste que Bea tuviese problemas con alguien? —dice el abogado contrario—  ¿Sabes si tenía problemas en casa o en el instituto?

—Bueno, está claro que problemas tenía. Pero no sé qué clase de problemas. Siempre que hablaba con su madre sentía que hablaba con alguien que adoraba a su hija. Y Bea tenía amigos. Sí, es verdad que era una chica tímida y callada, pero yo nunca la vi discutir con nadie. Supongo que se guardaba los abusos y las humillaciones para cuando nadie pudiera verlos.

 

Pobre mujer. Es muy inocente. Tanto como yo. Pero aún así se siente culpable. Y nadie merece sentir culpa por algo que no puede controlar.

La siguiente persona en declarar es el psicólogo de Beatriz. Bueno, en realidad es el psicólogo de todo el instituto, pero llegó un punto en el que la única que le importaba era ella. Esta vez es mi abogado el que le hace la pregunta estrella. La que me deja rota.

—Señor Martínez, ¿para qué iba Bea a su despacho normalmente y con qué frecuencia?

—Beatriz venía casi todos los días. Venía a hablar conmigo sobre cualquier cosa, lo primero que se le ocurriera. Supongo que lo hacía cuando necesitaba evadirse. Pero siempre venía con la misma cara. Una sonrisa forzada y los ojos forzados de haber estado llorando.

 

Siempre he visto a ese hombre como alguien bueno. Era muy amable cuando yo iba a visitarle. Siempre le tuvo mucho aprecio a Bea.

—Una última cosa. ¿Recuerda la última visita que le hizo?

—Sí. Vino, me dio las gracias por todo con una sonrisa y se fue. Nunca volví a verla.

 

¿Nunca os ha pasado que os digan una sola frase y que os duela como si os hubieran pegado una puñalada? Pues a mí acaba de pasarme. Y mientras estoy recuperándome del golpe veo cómo otra persona llega al juzgado. Esta vez es un niño. Mi abogado me susurra al oído que es el ¨acosador líder¨, el que supuestamente lo empezó todo. Y el que terminó con todo.

—Yo no maté a Bea —dice, con una voz gélida y tranquila—, ella se suicidó. Lo que pasara dentro de su cabeza no es problema mío, así que no sé qué hago aquí.

 

Tengo ganas de levantarme y gritarle a la cara todo lo que pienso sobre él, pero tengo un abogado para que lo haga por mí.

 

—¿Quieres saber lo que había dentro de la cabeza de esa niña? Había insultos, había golpes, traiciones, miedo y ganas de terminarlo todo. Y sobre todo había un nombre que se repetía en bucle: Marcos, Marcos, Marcos… Tú la mataste en vida y ella hizo el resto. Tú le quitaste las ganas de vivir. Fuiste tú.

 

Marcos intenta defenderse, pero no puede. Las palabras de mi representante han ido tirando sus muros uno a uno hasta dejarle mudo. Pero Marcos no llora. Marcos no pide perdón. Y esa es la prueba elemental de que es culpable. Sin darse cuenta, sus intentos de ocultar que se siente culpable, sus intentos de ocultar lo que ha hecho, son los que lo destapan todo.

Los siguientes en pasar por el estrado son más niños del instituto, que básicamente se dedican a echarle el muerto a Marcos para salvarse a sí mismos. Todos intentan salvarse, egoístamente, y al final son ellos los que se tiran a los leones con sus contradicciones.

Sus palabras son frías. Son egoístas. Tratan de justificarse diciendo que ellos no tienen la culpa, pero sin argumento alguno, hasta que llega una chica que se los carga a todos.

—Soy culpable –dice, con una voz firme, pero arrepentida al mismo tiempo—. Soy culpable igual que todos los que han venido antes que yo. Porque todos vimos lo que pasaba y ninguno tuvo el valor de decirlo. Porque quisimos sentirnos fuertes destrozándole la vida a una niña que no se lo merecía, que era dulce y buena, y para nosotros eso la convertía en débil. Y la escogimos a ella porque nos pareció un blanco fácil, pero también podrían haberme escogido a mí. Lo siento, Carla. Entiendo que nunca vayas a poder perdonarnos y que tampoco quieras hacerlo. Yo tampoco lo haría. Lo siento, de verdad.

La audiencia susurra durante un rato. El jurado no sabe hacia dónde mirar y el juez se tapa la cara con las manos. Incluso una persona como él, acostumbrado a todo tipo de declaraciones, se puede romper ante esta.

La niña me mira durante un par de segundos en los que me pide perdón sin decirlo. Y aunque no quiera hacerlo, de alguna forma, a ella sí que la perdono. A ella la perdono porque ha sido valiente. Pero sobre todo la perdono porque sé que ella no se ha perdonado a sí misma.

Parecía que el juicio no se iba a terminar nunca, pero ya solo queda una persona por declarar. Solo falto yo.

 

Camino hacia el estrado lentamente. Tengo miedo. Tengo miedo de mi misma, de mi abogado, del otro abogado, del jurado. Pero sobre todo tengo miedo de tener que darme cuenta por fin de que Bea ya no está. Tengo miedo de la realidad. Este juicio se ha hecho para hacerle justicia a Bea, pero en cierto modo también va a hacerme justicia a mí.

—Me gustaría haberla abrazado. Haberle dicho que la quería. Que la quería muchísimo. Pero no lo hice. A lo mejor si aquella mañana le hubiese dado un beso, habría caminado en dirección al colegio, en vez de en dirección contraria. Ni siquiera sé lo que llevaba puesto. No sé si cogió una chaqueta o si salió con lo puesto. No me molesté, siquiera, en girar la cabeza y mirarle a los ojos al decirle adiós. Se merecía una despedida mucho mejor, y yo no se la di.

Mis palabras me duelen más que nunca, pero sigo hablando.

—Por favor, si hay aquí alguna madre o algún padre, nunca dejéis que vuestros hijos salgan de casa sin haberos despedido de ellos como es debido. Por favor.

—Carla –me dice mi abogado, tratando de calmarme—, ¿cómo era Bea? Háblanos de ella.

—Era una niña muy buena. Era risueña, era amable. Le encantaba la música. Siempre que entraba en su habitación la pillaba cantando y bailando canciones de Taylor Swift. Era adorable verla saltar emocionada por cualquier tontería. Quién iba a imaginarse que detrás de esa sonrisa había tantísimo sufrimiento. Y lo más triste es que yo sé que Bea fue fuerte por mí. Fue fuerte y se tragó su sufrimiento por dos, para ahorrármelo a mí. Y a lo mejor fue eso lo que la mató.

Hacía dos años que no hablaba de ella en alto. Duele muchísimo más de lo que me imaginaba. Y es al decir eso cuando rompo en llanto. Pero aún así, no me detengo. Necesito terminar.  Tengo que hacerlo por ella, y tengo que hacerlo por mí.

 

—No ha habido día en el que no la reviviera en mi cabeza, en que no me imaginara cómo sería dormir con ella abrazada a mí por última vez. Era brillante. Soñaba con ser cantante y dar sus propios conciertos, pero nunca me pude permitir pagarle unas clases de canto. Tuve que intentar hacerla feliz con lo que tenía. Era… perfecta. Aunque claro, yo siempre la vi con ojos de madre.

 

Con estas palabras termina mi declaración, pero yo no me muevo del sitio por dos motivos. El primero, porque estoy paralizada. Y el segundo, porque tengo que mirar a cada uno de los miembros del jurado. Tengo que mirar a mi abogado y tengo que darle las gracias.

El juez me pide que vuelva a mi sitio y el jurado empieza a deliberar. Son unos minutos horribles. Saber que hay una docena de personas hablando sobre la muerte de mi hija y no poder ni escuchar lo que dicen es una sensación muy desagradable.

 

Cuando parece que ya han llegado a un acuerdo, le pasan un papel al juez, y este lo lee en alto después de aclararse la voz. En ese papel están escritas unas palabras que llevo esperando escuchar años. Y me da miedo.

—Bien, el jurado de este juzgado ha decidido que, en el caso del suicidio de Beatriz Aguirre, el colegio Santo Ángel de Gijón y el resto de individuos demandados son…

 

Inocentes.

 

Me quedo perpleja. No lo entiendo. No entiendo cómo puede haber pasado. Cómo unas personas totalmente corrientes a las que les podría haber pasado lo mismo que a mí han tenido el valor de decir que esos niños no son culpables de la muerte de mi hija.

Así que ahí estoy, sentada, dolida, pero sobre todo, atónita.

Me levanto y me voy corriendo, al mismo sitio de siempre. Al punto de partida. Me voy a la playa. Llena de ira. Llena de odio. Y, aunque parezca increíble, por un momento, yo pienso en hacer lo mismo que hizo Bea.

Pero es entonces, ahí, llorando en la playa, cuando me doy cuenta de que puede que sea mejor así. Puede que no necesite un culpable de todo esto. Puede que lo único que necesite sea descansar de todo esto.

Porque, como dijo aquella niña, no necesito olvidar a Bea, porque sé que nunca podré hacerlo. No necesito señalar a alguien con el dedo y decir que ese fue quien mató a mi hija. Lo que necesito, por triste y duro que parezca, es aprender a vivir sin ella. Aprender a levantarme por las mañanas y bajar directamente a desayunar en vez de pasar por su habitación para darle un beso de buenos días. Aprender a caminar por la calle, a viajar y a reír. Hacerlo sin ella de mi mano.

Tengo que dejarla ir. Tengo que hacerlo por ella. Pero, sobre todo tengo que hacerlo por mí.

Pero nunca dejaré de verla con ojos de madre.

MIGUEL MENÉNDEZ TOMÉ 4º A

El explosivo cambio de mi vida

Tenía muchas ganas de que llegase el día de hoy. Tras tanto tiempo planificándolo sabía que iba a ser perfecto, que nada ni nadie podría arruinarme la celebración. Viviendo en un lugar como Arriondas todo se sabe pero, además, cada festivo o momento especial es importante. Para mí, el Carmen siempre ha sido la mejor, por eso hoy estoy radiante. Cuando lo comento, la primera respuesta es: ¿Por qué? No juzgo a la gente que se asombra, es la fiesta más pequeña pero es que, para mí es la que más recuerdos me trae y por ello, también me parece la más valiosa.

Sé que lo normal sería que escogiese las que más turistas atraen pero soy diferente en todo. Ya a los 14 años me di cuenta de que quería cambiar la forma de pensar que estaba establecida como obligatoria porque, ¿qué mujer en 1974 se raparía la mitad de sus rizos rubios o defendería todos los derechos y deberes, principalmente de las ciudadanas, sin temer las opiniones de la gente? No me considero rara, creo más bien que tan solo soy justa. Así soy yo, Clara, y aquí estoy preparándome para que la noche de hoy, 18 de julio de 1974, correspondiente a la fiesta del Carmen, sea perfecta.

Si ahora echo la vista atrás mi mente intenta evadirse de lo que sucedió ese día que había planeado con todo el empeño, de esa fiesta que en apenas minutos pasó de ser mi favorita a convertirse en algo completamente distinto.

Aún no consigo recordarlo todo con exactitud. Alejandro y Andrea llevan ya 44 años intentando aclararme todas las lagunas que persisten en mi memoria. Pero apenas parece que lo voy entendiendo, todo vuelve a irse. Se evapora al igual que lo hicieron la música y las charlas animadas de ese día.

Según mis amigos, que aún consiguen armarse de valor y paciencia para recordar, todos estábamos cantando y bailando cuando de pronto, un estruendo inundó nuestros oídos. En un principio, estábamos inmersos en nuestro mundo y, posiblemente con la ayuda del alcohol ingerido anteriormente, nadie se alarmó y pensando que eran fuegos artificiales continuamos celebrando.

De forma objetiva, recopilando las versiones, creo que yo fui la que menos consciencia tuvo de lo que sucedía hasta que los cristales del establecimiento y vehículos comenzaron a romper. En mi defensa he de decir que no era la primera vez que ignoraba el sonido del exterior para concentrarme en los hechos. Una vez me di cuenta de lo que había ocurrido, intenté actuar consiguiendo hacerlo tan solo de una forma brusca: traté de salir del local, o eso creo, lo más rápido posible llevándome conmigo a Alejandro y a Andrea para así alejarlos de la explosión, cuando de pronto algo o alguien, se interpuso en mi camino con la mala suerte de hacerme trastabillar y caer sobre una botella de cristal y clavándome algunos trozos en diversas partes de mi cuerpo. En ese momento, un pitido de un tono insoportable —me hizo llegar a desear e incluso agradecer la oscuridad correspondiente al posterior desmayo de unos diez minutos— irrumpió inundando mis oídos y posteriormente el resto de mi ser.

Así fue cómo una fiesta de colores vivos de pronto se tornó a gris; cómo mis ganas de que llegase, dieron lugar a la necesidad de que todo acabase; cómo en apenas segundos me trasladé a un local lleno de gente montada en una camilla de hospital. Pero, sobre todo, lo más importante no fueron las cicatrices en mi cara, mi cerebro o mi cuerpo, sino que lo fueron aquellas que impregnaron mi personalidad y mis sentimientos, que tras ese duro golpe trataron, sin resultado, de recuperarse.

Todo ello por la onda expansiva y los sonidos causados debido a la explosión en la plaza.

Según cuentan los agentes, esta tragedia con el "Cañón de les Piragües" de Parres, mi anterior concejo por el cual no he vuelto a aparecer tras este suceso, fue completamente involuntaria.

Ahora, 44 años después, sigo viendo fotos de un cañón restaurado y completamente desconocido para mí, porque nunca pensé que ese fiel aliado, ese amigo que veía y saludaba todos los días en el que confiaba e incluso en el cual me sentaba a llorar mis penas o a cantar mis alegrías, podría nunca cambiar tanto, hasta el punto de que a pesar de no producir víctimas, transformó mi vida para siempre.

LUCÍA SAMPEDRO ROZAS 4º A

Kate

Se levantó a las seis de la mañana para dar un servicio. Siguió su rutina de siempre, se vistió rápido y salió de su casa con paso ligero hacia su coche, el cual llevaba esperándole desde el día anterior en la calle frente a su edificio.

Arrancó el vehículo y pronto notó que el frío del invierno se empezaba a resentir en el interior del automóvil. Prendió la calefacción y sintió cómo el calor invadía cada esquina del espacio.

Su siguiente paso fue prender la radio para hablar con su amigo Guillermo mientras realizaba su viaje de Arriondas a Ribadesella. Le fue contando sus planes para el día y cuando terminó, dijo que debía dejarle porque tenía que recoger a unos clientes.

Guillermo pareció apagar la radio, pero la dejó encendida.

Ya estaba a punto de llegar a su destino cuando de repente se vio obligado a coger el teléfono y llamar a la policía. El motivo fue un ruido desgarrador proveniente del aparato; gritos y sollozos resonaban en el coche como si el sonido proviniese del mismo. Guillermo pedía ayuda de forma descontrolada.

Nazan estaba decidido a lo que iba a hacer. Nunca fue una persona conflictiva, pero si decidida y lo que quería y ansiaba en este momento era verla por última vez. De esta forma, descolgó el teléfono y realizó la llamada más importante de su vida, aquella que la cambiaría para siempre.

El cadáver le estaba produciendo nauseas. Kate no había estado en muchos escenarios, ya que aunque era la mejor en su campo, no toleraba el olor a podredumbre que los cuerpos sin vida producían. Pero este era un caso especial, un caso que si lograba resolver haría que su carrera profesional mejorara notablemente.

Caminó despacio acercándose a la víctima. Cinco puñaladas eran las que el cadáver lucía.

La forense estaba fotografiando el cuerpo mientras apuntaba en un papel la causa más probable de la muerte.

De repente el teléfono sonó, un número desconocido apareció en la pantalla. La inspectora descolgó el aparato y pronto una expresión de sorpresa y miedo invadió su rostro.

El asesino la había llamado diciendo que quería entregarse, pero con una condición, ella debía ir sola a su casa.

Colgó el teléfono y explicó a su jefe la situación. El jefe le prohibió acudir a su casa sin escolta policial.

En cambio ella ignoró la orden y, con una escusa, se escabulló de la escena del crimen. Necesitaba resolver el caso como fuera. Se montó en su coche y recorrió la carretera con una velocidad normal para no levantar sospechas y poder llegar a su destino sin interrupciones.

Sin embargo y como de costumbre, las cosas no sucedieron como Kate se las imaginaba.

Un coche se cruzó en medio de la solitaria carretera impidiendo el paso a Kate. Ella, temía que su escusa no hubiese sido creída y que la persona que conducía el coche fuera su jefe cabreado. Por el contrario, un hombre alto cuyo nombre era muy bien conocido por Kate salió del vehículo.

- Nazan... - suspiró Kate.

-¡Kate!- gritó Nazan para que Kate le oyera- veo que ibas a hacer caso a mi llamada.

-¿Fuiste tú?

-¿Cómo querías que llamara tu atención si no? Ya no me contestas a las llamadas, tampoco a los mails.

-Nazan, lo nuestro se acabó. Cambié de número y de correo electrónico porque me estabas acosando. Pero en serio ¿un asesinato era necesario?

-¡Claro que sí! Necesitaba verte Kate, una última vez...

- Nazan White, quedas arrestado por el asesinato de Guillermo Amieva.

Y de forma decidida, Kate arrestó a su exnovio sin el menor atisbo de culpabilidad o arrepentimiento.

 

MIREIA LABRA SÁNCHEZ 4º A

El atraco

      Javier y Julián, hijos de unos padres sin dinero, pertenecientes a una baja clase social, vivían en un barrio muy austero, problemático, poco común, donde la gente sufría, donde la gente no podía gozar de las mismas oportunidades que te da cualquier otro barrio pequeño español. Era diferente. Necesitaban fuertes cambios, gente nueva con mentes mas abiertas. Hablamos de una sociedad mal distribuida en el territorio burgalés. Precisamente por esto transcurre esta historia. Tiene un sentido y sobre todo un motivo que jamás pensaron Javier y Julián que les fuese a costar la vida. Querían alcanzar la gloria, la paz, aprovechándose de los duros problemas a los que tenían que someterse en el barrio burgalés y que acababan siempre por solucionar debido a lo acostumbrados que ya estaban a ello. Alzaban la mano y empleaban la mano dura sí, coger armas nunca les supuso una gran dificultad. Así es como acabaron en este propósito, en malicioso plan, con semejante botín. Decidieron entrar a robar a la sucursal de Liberbank de Cangas de Onís aprovechando el poco dinero que el estado les ofrecía para intentar formar una nueva vida en la ciudad canguesa, lejos de todo el mal, de su pasado, de su pesado barrio. Así es como empezó todo. Nadie se podía imaginar que llevarían a cabo este plan solo para alcanzar la paz que andaban buscando ya desde que eran pequeños, el bienestar.

      Javier y Julián decidieron entrar en la ciudad con la cabeza bien alta, escondiendo todas sus armas en un oculto cinturón, para parecerse a cualquier otro habitante de la ciudad haciendo vida normal. Caminaron por los largos paseos que corroboran la pureza y la dulzura de tan bella ciudad. Todo el recorrido hasta la sucursal fue a pie, querían ser cautelosos, evitar dejar sus huellas por la ciudad lo máximo posible. Eran las 9:00 a.m., la hora perfecta para lucir a la perfección tal atraco, ya que apenas se veían trabajadores en la sucursal. Sonaban las campanas, una brisa se acercaba, parecía anticiparse, corroborar los hechos, parecía contar el triste final de un cuento.

      Javier dio el primer paso y es que cuando trató de abrir la puerta pudo ver el número de trabajadores del banco. Consciente y seguro de lo que hacía dio paso a su hermano. Cerraron la puerta de un portazo, alzaron la voz, cogieron las pistolas de sus cinturones bien armados y, protegidos por largos ropajes que ocultaban su presencia, procedieron a cumplir con su primera amenaza a los tres trabajadores que había en el banco ese día, los cuales obviamente preocupados y asustados se pusieron al mando de lo que exigían Javier y Julián. Así es como pasaron de ser trabajadores de un banco a rehenes de un malvado atraco. Todas las puertas se cerraron.

—¡Queremos el suficiente dinero como para montar 300 negocios dispersos por toda Europa! — dijo Julián con cierto tono despectivo y tenebroso.

—¡Nos quedaremos aquí por lo menos hasta que hayamos conseguido reunir toda la cifra de dinero que se haya recaudado en esta sucursal!— gritó Javier a los cuatro.

Los tres rehenes no tuvieron más remedio que obedecer, estaban encerrados, no tenían escapatoria, así que cumplieron con todas sus órdenes.

      El atraco duró bien poco. Tres horas después de estos hechos, las razones eran más que obvias de que algo pasaba ahí dentro. El recinto estaba inoperativo tres horas después de su apertura, cosa que alarmó a la población. La gente empezó a llamar a la policía y la Guardia Civil no tardó en intervenir. A las 12 y cuarto ya estaban allí. Javier y Julián no tenían más remedio que salir. Sabían que esto ocurriría, por lo que antes de entrar, ya se habían compinchado con dos personas para que estos pasaran a todo gas en coche por la Avenida de Covadonga, centro de la ciudad canguesa donde se encontraba Liberbank, y así poder salir del recinto por esa vía. El trato fue que pasarían cuando estos se encontraran en peligro, acudirían en su ayuda cuando realizasen una llamada sin esperar respuesta (un llama-cuelga para intentar perder el mínimo tiempo posible) se irían todos con el dinero recaudado en la sucursal y estos recibirían una determinada parte por intervenir y ayudar en el atraco. La cosa es que cuando realizaron la llamada no aparecieron, por lo que el temblor y la desesperación inundaron todos sus pensamientos. Ya no se veían capaces de cumplir con su objetivo. No tuvieron más remedio que empezar un largo tiroteo. Javier y Julián lograron dar a un policía el cual minutos después tuvo que ser ingresado en un hospital. La oportunidad que tenían de aprovechar el disparo a ese policía fue la clave, ya que lograron desconcentrar a los tres policías que se hallaban presentes en la escena. Javier pudo escapar, ocurrió tan rápido que ni Julián lograba entender el cómo de su escapatoria.

      Este se quedó solo en la oficina de Liberbank con los tres rehenes los cuales estaban cada vez más nerviosos.

      Ya no sabía qué hacer, empezó a sentir empatía con los rehenes, a sentirse más vulnerable y culpable por lo que había hecho a medida que pasaba el tiempo. Sentía cierto remordimiento, ya no quería ser lo que antes pretendía ser, no quería una vida llena de culpabilidades, de odio hacia sí mismo, o llena de barrotes, aislada de la sociedad seguramente durante mucho años por los delitos que había cometido. Era como si el disparo, la ausencia, el abandono de su hermano y el fraude de los hombres con los que se habían compinchado en el atraco, le doliese en lo más profundo de su corazón. Ya no tenía nada, así que él mismo tomo la decisión de suicidarse, como única solución a todos sus problemas. No quería vivir, se sentía destrozado. Lo hizo en medio de la oficina, entre las tristes miradas de los rehenes y los fuertes timbres que dejaban las bocinas de los coches policiales. Retumbó el sonido del disparo por toda la ciudad.

DANIEL ÁLVAREZ SOLA  4º A 

Muerte Pasada

El pensamiento de mi falta en su ser, arde mientras les consume. Cómo pueden pensar que yo me suicidé, sí, estoy devastada desde la muerte de mi hermano Francisco, pero gracias a mis hijos, David y Olivia, poco a poco me fui recuperando. Todavía sentía la espina clavada en mi corazón  por su falta, pero estaba muy feliz y centrada, viendo como mis hijos conseguían sus logros. Tras mi muerte con 56 años y un pasado memorable, mis hijos iban y venían entristecidos por mí, por mi falta, desde dentro de mi ser les decía:

“Podéis superarlo, sois fuertes y valientes, me apoyasteis con uña y carne en mis dos divorcios y en la muerte de vuestro tío, aunque vosotros no me podáis  ver, solo recordarme por lo que fui y no por mi ausencia y pensar que yo sí os puedo ver y nunca me cansaré de hacerlo”

Sé que deseaban que estuviera viva, los puedo ver, oír y sentir, y siempre lo haré. También los apoyaré y disfrutaré de todos los logros que consigan porque lo siento como si estuviera entre ellos.

Desde que logré la medalla olímpica, fui conocida, me siento feliz por todos los que sin conocerme en persona me defendían cada vez que alguien decía que la muerte había sido mi única salida para la depresión que tenía desde hacía tiempo. Nadie ha llegado a saber si de verdad fue accidental o provocada y no necesito que lo sepan, los que de verdad me conocen saben la verdad. Lo que mi cuñado una de mis amigas decían a la prensa me enternecía:

“Si se confirma su muerte, está en la montaña que ella amaba”, “Llevaba siempre a sus perros”, ellos me conocen. Disfrutaba estando con mis perros, para mí ellos son más que mis hijos.

La sensación que emanaba de mi ser cada vez que pisaba un monte, era muy fuerte. Me hacía recordar los tiempos en los que me convertí en una gran esquiadora. Tomar la decisión de dejar mi gran pasión me entristecía, pero decidí tomar el rumbo de mi futuro que me llevaba a caminar sobre la montaña.

Sabía que todos me consideraban risueña y vital, y por ello todavía hoy en día les cuesta creer que yo esté muerta.

Incluso ahora en mi estado, agradezco a todos los que me dedican cariñosos mensajes diciendo que yo era un ejemplo de talento, extrovertida y con mucha energía. Mi éxito siempre estará a la luz.

Todo lo que ocurre provoca que las lágrimas salgan de mis ojos, cayendo por mis cálidas mejillas a la vez que miro hacia mis seres queridos, que se encuentran ahí abajo, intentando ocultar los sentimientos que solo yo puedo ver, como la tristeza y el temor.

Nunca te he dicho quien soy, pero llega el momento de revelarlo, yo soy Blanca Fernández Ochoa, sí, la primera mujer en ganar una olímpica en España. Una esquiadora querida por muchos y odiada por otros.

Ahora llegó el momento de explicar mi muerte:

El domingo 1 de septiembre encontraron mi coche a tan solo dos horas a pie de donde yacía mi cuerpo sin vida. Llevaba casi dos semanas (11 días) desaparecida cuando encontraron mi cadáver. Al encontrarse en un estado de descomposición llegaron a la conclusión de que llevaba muerta de 4 a 8 días. Mi cuerpo fue encontrado por un guardia civil que se encontraba fuera de servicio, paseando por la Peñota con su perro. La Peñota es una montaña de unos 2000 metros de altura aproximadamente, con zonas de mucho peligro.

Mis familiares eran conscientes de que estaba muerta, ya que en ellos una pequeña parte de sus corazones transmitía tristeza, aunque ellos no querían verme partir.

Desde el día de mi muerte podía ver lo que ellos sentían. Estaban tristes y preocupados por si yo me encontraba viva o muerta, ellos intentaban creer en su mente que yo vivía.

La Delegación del Gobierno en Madrid no dejó que ninguno de mis familiares vieran mi pálido cuerpo hasta confirmar mi identidad. Muchas personas empezaron a especular que yo me había suicidado.

Encontraron indicios de un golpe en la cabeza y las primeras hipótesis indicaban que había sido provocada por una caída accidental.

Algunos de mis conocidos empezaron a hablar en la prensa sobre mí, unos decían cosas buenas y otros malas. Unos comentaban que yo no me había suicidado y otros que sí. Lo que más me sorprendió fue lo que dijo Coral Bistuer, una gran amiga, “desde la muerte de su hermano, Blanca no volvió a ser la misma, no estaba pasando por su mejor momento y tenía ciertos arrebatos de escapismo, pero siempre regresaba… En este caso, no pudo superar el slalom más difícil de su vida”- Una lágrima rodó por mi mejilla en cuanto lo oí.

-…-

Mi muerte fue producida por un resbalón. Me encontraba caminando por una zona con barro, me descuidé por un momento, produciéndose una caída con la que me di un golpe en la cabeza, quedándome inconsciente para siempre.

No fue un suicidio, nunca lo haré porque sé que tengo gente que me ha querido y siempre me querrá aunque ya no esté.

IRIS BARBAS HUERGO 4º A 

Juntos eternamente

      No sabía cómo sentirme, estaba muy triste después de lo que había pasado aquel trágico mes de agosto. Yo estaba en Nueva, un pueblo acogedor en el cual pasaba todas mis vacaciones desde que tenía uso de conciencia. Cada 15 días el grupo de amigos de mis padres se reunía en un restaurante al lado de la playa. Estas reuniones familiares —sí, familiares, para mí toda la gente que me rodeaba en esas cenas y que me había visto crecer, ya formaba parte de mi familia— me hacían la niña más feliz del mundo, cada vez que mi madre me decía, “hoy vamos de cena”, mi cara se llenaba de ilusión, porque vernos a todos sentados en la mesa juntos, con el sonido de nuestras risas y las olas chocando de fondo, era pura felicidad. Al día siguiente, era tradición dar un paseo por la mar en el barco de mi gran marinero Javier. Él para mí lo era todo, como si fuese mi segundo padre, me vio crecer desde la primera vez que abrí los ojos hasta que él los cerró por última vez, aprendí a vivir de su mano, a caminar por el paseo hasta Ovio, donde vivía el niño que me gustaba, mientras que Javier me hablaba sobre qué tipo de hojas eran las que caían. Era una persona muy humilde, a la vez que divertida. Cada vez que recordaba el tacto de su mano con mi mano, mi cabeza pensaba que no había pasado nada de lo que venía a continuación. Hoy, era ese día, hoy nos íbamos de cena. Se acercaba la noche y los nervios ya empezaron a comerme por dentro, llevaba puesto la ropa que Javier me había regalado por mi 14 cumpleaños, sabía que le iba a hacer muy feliz verme con esa ropa. Era muy básica, pero muy significativa, llevaba un pantalón de cuadros blancos y negros, él siempre me decía que por muy oscuro que veas el camino, siempre aparecerá una luz que te guiará. Después, llevaba una camiseta blanca con el símbolo de la ola en la zona del corazón, con eso quería decir, que por muchos golpes que tuviese en la vida, y por muy distanciada que estuviese de él, siempre le iba a llevar presente. También llevaba unos playeros negros, y lo más importante, un anillo en forma de ola, identificando que siempre sería eterno. Me miré al espejo y en mi reflejo pude ver aquellos atardeceres sentados frente al mar, viendo como la marea subía y las olas chocaban, hablando de la vida, de lo afortunados que éramos por vivir como vivíamos, de todos los golpes que una persona lleva a lo largo, de las desilusiones que te dan personas de tu entorno, y también de lo felices que somos y de todo lo que depara la vida. Ahí aprendía, lloraba y sonreía.

      Pasaban las horas y yo seguía muy emocionada. Llegamos a la playa donde habíamos quedado todos y fuimos hacia el restaurante. Cuando nos sentamos en la mesa, fue el momento de mi vida donde mayor seguridad sentí y dije:

—Esta es mi familia eterna.

     Todos pudieron ver la emoción que mi cara mostraba, y Javier dijo:

—Lucía, la pequeña hija de todos.

      Entonces empezaron a derramarse lágrimas por mis ojos y sentí como todos me daban ese abrazo que no quería que se acabase nunca. Se llevó a cabo la cena, y justo antes de que llegase el postren me di cuenta de que no era una cena como siempre, me temía que algo iba a pasar, noté lo distante que estaba Pedro del grupo. No le di mucha importancia, pero ahora miro atrás y solo se me ocurre decirle hipócrita y cobarde.

Después de la cena, siempre íbamos al chigre que está justo al lado del restaurante. Yo iba caminando de la mano de Javier, y él de su linda mujer Nuria. En ese momento vi como Javier y Katia se miraban, realmente no me gustó nada ver eso, pero fue peor cuando vi la mirada amenazante de Pedro a Javier, él no lo había visto, quise decírselo pero decidí que no era el mejor momento.

Una vez estábamos en el chigre y después de un par de copas, el ambiente se estaba poniendo un poco brusco, pasamos de risas a discusiones. Los primeros en irse fueron Pedro y Katia, los demás siguieron bailando y sonriendo toda la noche. Mientras tanto, yo estaba sentada en una silla observando como nada iba bien, como se estaba rompiendo la pequeña familia que éramos. Cuando llegué a mi casa, me tumbé sobre mi cama y empecé a pensar en qué podía estar pasando, pero al final, no le di importancia y seguía teniendo la esperanza de que todo se arreglase en el barco al día siguiente. Esa noche me pasó en un abrir y cerrar de ojos. Cuando me desperté por la mañana, desayuné como siempre, los cereales que mi abuela me compraba desde que era pequeña, y me preparé para ese paseo por la mar. Mis padres y yo, fuimos los primeros en llegar, después Javier y Nuria y así sucesivamente. Pero cuando Javier se puso a soltar el barco yo me fijé en que faltaban Katia y Pedro, me dio mucho que pensar, entonces pregunté:

—¿Dónde están Pedro y Katia?

      Ahí pude ver las caras de circunstancias que se les quedó a todos, hasta que Javier me respondió de forma seria:

—No van a venir.

      Quería preguntar por qué, pero me asusté al ver la reacción que Javier había tenido. El paseo arrancó, pero no lo disfruté nada, yo no entendía que estaba pasando. Después fui a comer con mis padres al bar de mi tía Beatriz, y les pregunté qué estaba pasando, por qué no habían ido Pedro y Katia, por qué Javier y Nuria estaban tan distantes entre ellos. No recibí ninguna respuesta. No hablé más en toda la comida y por la tarde me fui a casa de Javier, sabía que con él iba a sentirme bien de nuevo, y así fue. Ese día me fui a la cama súper feliz, pero no algo malo pasó al día siguiente…

      Me desperté pensando que nada había cambiado en el grupo de amigos, que simplemente Pedro había tenido un mal día, pero no resultó ser así. Esa mañana salí de casa toda contenta a comprar el pan a la panadería que está justo al lado de la casa de Javier, mientras iba caminando me iba extrañando por el ruido que había para ser jueves, iba con la intención de saludar a Javier y a Nuria, pero, cuando di la vuelta a la esquina, me aterroricé por la cantidad de coches de Guardia Civil que había. No sabía muy bien que había pasado. De repente vi a Nuria llorar como nunca, me paré en seco, no sabía cómo reaccionar y me fui corriendo a mi casa. Me encerré en mi habitación y empecé a llorar. Mi madre me escuchó, sentí como llamaba a mi padre y venían corriendo a mi habitación, me preguntaron:

—¿Qué te pasa, hija?

      Yo no sabía que responder, no podía hablar ni asimilar lo que había visto. Mi madre vio que había vuelto con el pan, por lo que supuso que algo había pasado por el camino. Yo no era capaz de hablar, entonces cogió y dijo: “Ahora vuelvo”. A los 10 minutos mi padre recibió una llamada de ella en la que decía:

—Coge a la niña, que seque la cara y venid, es muy duro para ella y para nosotros, pero creo que Nuria necesita nuestro apoyo.

      Mi padre no sabía de qué estaba hablando, entonces le preguntó qué estaba pasando y ella contestó:

—Javier. Le encontraron muerto esta madrugada, están averiguando qué pasó y está todo lleno de policías y prensa.”

      Mi padre me lo explicó entre lágrimas, yo era incapaz de decir ni una sola palabra, salí de la mano de mi padre de casa y fuimos a donde se encontraba mi madre.

      Estaba junto a Nuria, llorando sin parar las dos. Me separé de la mano de mi padre y fui corriendo a abrazarlas, no me fijé en todo lo demás. Me pasé ese día entero en casa de Nuria con mis padres, no teníamos ninguna explicación de nada. Al día siguiente, le dije a mi madre que iba a dar un paseo para despejar, fui hasta la casa de Pedro y Katia, y vi que ellos no estaban allí. Lo tenían todo cerrado, y ni siquiera estaban los coches, me pareció muy extraño a la vez que preocupante. En ese momento no paraba de recordar los comportamientos extraños que habían tenido los días anteriores días antes de la muerte de Javier. Ese mismo día se supo que Javier había sido asesinado de forma intencionada. Él madrugaba esa mañana para ejercer su trabajo como concejal de Izquierda Unida en el Ayuntamiento de Llanes, siempre era el que antes se levantaba de todo el pueblo. Por lo visto, en la carretera de al lado de su casa, dos sicarios le habían obstaculizado el camino colocándole una valla en la mitad, para que así tuviese que bajar del coche y poder matarle. Y así fue como acabaron con su vida. Pero, no paraban de surgir las dudas de quién había mandado a los sicarios rusos que le matasen.

      Volví a casa y pregunté enfadada:

—¿Dónde están Pedro y Katia?

      Nuria entre lágrimas me contestó:

—Se fueron unos días a Madrid.

      Me fui del salón donde estábamos y me encerré en la oficina que Javier tenía en su casa. No se supo nada hasta el día siguiente que se conoció todo.

      Nos levantamos a primera hora de la mañana y Nuria ya estaba levantada, triste y ansiosa de contarnos qué había pasado. Comenzó explicándonos que le mataron con un bate de béisbol pegándole en la cabeza, además de en otras zonas del cuerpo; continuó diciéndonos que habían conseguido entrar en el móvil de Javier para ver si había recibido algún que otro mensaje amenazante. No encontraron ninguno fuera de lo normal. Pese a su trabajo como político tenía a mucha gente en contra con ideologías completamente opuestas a las suyas. Pero encontraron un chat sospechoso con una mujer, parecía ser que mantenía una relación cariñosa con Katia, mujer de Pedro. Pedro tenía sospechas de que ellos tuviesen algún tipo más de relación aparte de amistad, por lo que consiguió entrar en el móvil de Katia y seguirla,de forma que les vio juntos. Por culpa de unos simples celos, Pedro contrató a dos sicarios rusos para matarle. Demostró ser un hipócrita por haber estado días antes sentado en la mesa de la “reunión de amigos” con nosotros para después acabar con la vida del pilar fundamental de ese grupo.

      Nuria, hecha trozos, me contaba su dolor pero siempre demostrándome lo buena persona, padre, marido y abuelo que era Javier.

Y yo, sufriendo aquel sentimiento tan extraño que sentía, no me separé nunca más de ese anillo con forma de ola, que significaba que sería eterno. A día de hoy, todavía me duele recordar todo esto, ver como ese grupo de amigos ya no existe y esas reuniones familiares no se hacen, me duele ver a Óliver, nieto de Javier, crecer sin haber conocido tanto a su abuelo como yo tuve el placer de hacerlo, me duele ver a Alba, su hija, no sonreír como siempre hacía.

      Después de tanto tiempo, me cuesta ir a Nueva y pasar por delante de su casa, pero siempre me quedará su recuerdo. Ahora que se acaba el verano, veo en los atardeceres su cara, en el mar su corazón y en el cielo su sonrisa. Siempre recordaré el significado de la ropa que me había regalado, “por muy oscuro que veas el camino, siempre aparecerá una luz que te guiará”, ni siquiera dudaba en que esa luz sería Javier, que por muchos golpes que lleve en la vida o lo distanciada que esté de él, siempre le llevaré presente. Por mucho que me cueste, no dudaría en volver a reír, como decía su canción favorita.

      Y así fue aquel trágico mes de agosto, así sufrimos aquel 16 de Agosto, no me queda nada más que decir solo:

JUNTOS ETERNAMENTE

                                                                           PAULA FERNÁNDEZ LOBETO 4º A 

NO VOLVÍ A CONFIAR EN NADIE

   Recuerdo ese día como si fuera ayer, incluso aunque ya hayan pasado más de tres meses.

   El día amaneció sumergido en la niebla que de una manera u otra hacía que pareciera aún más tenebroso. Bajé las escaleras, me encontraba desayunando los cereales que mi abuela me había traído de sus últimas vacaciones en Bélgica, cuando mi padre, como cada sábado, me pidió que bajara la basura. Me puse un anorak, cogí mis cascos y bajé los escalones deprisa, de dos en dos, al ritmo de “Naked” de James Arthur, canción que desde aquel entonces no he conseguido volver a escuchar a pesar de que se repita día tras día en mi cabeza. Abrí la puerta lentamente, ya que no quería comenzar a sudar debido al bochorno infatigable del verano en Asturias. Crucé la acera, abrí el contenedor, donde me encontré una mochila entreabierta. A una primera vista, no conseguí identificar su contenido. Pero la imagen más desgarradora y el mayor shock de mi vida llegaron cuando la abrí del todo. Mis piernas comenzaron a convertirse en flan y de un momento para otro mi cuerpo se desplomó en el suelo dejando la mochila y su contenido a la vista entre mis piernas. Mi mente no conseguía asimilar lo que mis ojos creían ver. Parecía una escena propia de un capítulo de CSI, de esas cosas que piensas que ni en mil años te ocurrirían. Volví a mirarlo y mi estómago dio un vuelco deseando no haber presenciado semejante atroz escena, puede distinguir el cuerpo de un bebé cubierto de sangre aún con placenta y su cordón umbilical. Mi primera reacción fue medirle el pulso, pero no había rastro ni indicio de vida en su cuerpecito.

   Jamás pensé que me encontraría en una tesitura similar, por lo que corrí escaleras arriba como nunca antes lo había hecho; piqué, ya que me había olvidado las llaves. Mi padre abrió la puerta y pude notar como un rastro de incertidumbre sé adueñaba de su rostro. Me derrumbé en el suelo entre lágrimas y le conté de la mejor manera que pude lo ocurrido. Mi padre se encargó de avisar a los vecinos a través de un mensaje al grupo de la comunidad en el que decía: “Mi hija acaba de bajar a tirar la basura y se ha encontrado el cuerpo de un bebé sin vida. Avisad a la policía y nos reuniremos en el contenedor que hay frente al portal”.

   Minutos después, hacia el mediodía de ese 2 de agosto, las patrullas de policía habían llegado. Aquello me sorprendió, pues mi calle “Jenaro Suárez Prendes” y aún más mi ático, el 325, quedan a unos 20 minutos del centro. Todos los vecinos estaban paralizados ante lo ocurrido. El inspector Gómez nos dijo: “Muchísimas gracias por vuestra colaboración, ya hemos enviado las pruebas a laboratorio, os informaremos de los resultados“.

   Varios vecinos como Silvia, que a pesar de que es muy discreta y retraída y no era frecuente su participación en la comunidad, admitieron que era terrible lo ocurrido. Otros, como Juan Manuel mi vecino de enfrente y padre de familia numerosa, dijeron que a qué seres frívolos se les podría ocurrir hacer semejante atrocidad.

   Durante las siguientes semanas los inspectores nos hicieron varias visitas para hacernos interrogatorios sobre lo ocurrido. Comenzaron por el primero y fueron piso a piso exceptuando el tercero B en el que vivían Silvia y Dani, ya que se habían ido de vacaciones. Yo vivo en el cuarto B, por lo que me entrevistaron al cuarto día. Todavía recuerdo al policía que me interrogó. Se hacía llamar subinspector González. Tenía una estatura muy por encima de la media, era moreno de tez, ojos azules como el verano en Castilla y complexión ancha. Pero esta vez no vestía con uniforme, sino con una camisa que conjuntaba con el color de sus ojos y unos vaqueros Levi’s, si no recuerdo mal, y unos Reebok blancos. Se sentó y, con una mirada imponente y un ápice de sonrisa, me pidió que me sentara enfrente. Abrió su enorme libreta que probablemente fuera más extensa que el Quijote y comenzó a hacerme preguntas. En primer lugar, me hizo contarle todo lo sucedido aquel día. A estas alturas después del esfuerzo y trabajo de mi psicóloga durante el último mes, fui capaz de narrar todo sin derrochar una sola lágrima. Lo cuál le sorprendió bastante, me felicitó por ello. A continuación, me comenzó a hacer preguntas sobre lo relatado. En primer lugar, me preguntó: “¿Tienes sospecha de que el culpable haya sido algún vecino?” En ese  momento le miré con cara de sorpresa, ya que me parecía imposible que ninguno de mis vecinos fuera capaz de algo así, por lo que sin ninguna duda le respondí un ”no” muy segura de mi misma.

   La vida continuó de manera normal, aunque el desenlace más trágico para esta historia llegó el 21 de septiembre, unos 53 días después de lo ocurrido. Me desperté debido al estruendo de las patrullas llegando al edificio. Por aquel entonces nuestras vidas ya se habían encarrilado de nuevo, pero en ese momento todo se vuelve a desmoronar. La policía entró en el edificio, subió las escaleras con decisión, por lo que puede intuir que tenían ideas muy claras de lo que iban a buscar. Picaron al segundo B, residencia de Silvia y Dani. En ese instante los vecinos nos reunimos y empezamos a hablar de lo ocurrido. Pasaron más de tres horas en las que la policía hizo un registro exhaustivo de la vivienda y sacó esposados a la pareja. No obtuvimos ninguna noticia sobre ellos hasta que vimos un reportaje en el periódico que decía: “Silvia, la madre del bebé hallado en la basura, en prisión por asesinato. Tenía el contenedor a lado de su casa”. En ese momento mi vida dio un vuelco de 360° ni siquiera sabía que estaba embarazada. A partir de ese momento no volví a confiar en nadie más.

 

 Jimena Arena Barreiro 4º B 

MANIFESTACIÓN

Me llamo Marc, tengo 17 años y me encuentro en el hospital. Puede que no te importe el porqué, pero yo estoy aquí para contar mi historia, para darle voz, porque creo que hace falta. Todo empezó un 14 octubre cuando salió en el telediario la condena a los políticos catalanes por haber hecho un referendo ilegal. La verdad es que a mí nunca me importó la política, ya que lo veía como un tema ajeno a mí. Ese día tenía que hacer un trabajo de filosofía con mi compañero Javier González, él sí que se enteraba de todos los temas de política. No hace falta decir que del trabajo de filosofía hicimos más bien poco. Javi me explicó lo que había pasado, pero claro, desde su punto de vista. Llamó de todo a los políticos, yo no entendía muy bien el porqué de un referéndum ilegal, si estábamos en un país democrático en el que se supone que tenemos derecho a votar, pero bueno no le di más vueltas, porque como ya he dicho la política no es lo mío.

 

A los pocos días cuando llegué del instituto, me encontré a mi madre llorando en el salón. Literalmente su cara parecía las cataratas de Iguazú. Pues resulta que la noche anterior nos habían destrozado la frutería en la que trabajaban mis padres. Estaban todos los cristales rotos, todo por el suelo... eso sí, no faltaba ni un céntimo en la caja registradora. Habían sido esos hombres, los que querían la independencia de Cataluña —según me había dicho Javi todos los que salían a la calle a manifestarse eran independentistas.

 

Por una vez en mi vida, decidí informarme un poco sobre el tema, ya que siempre nos han dicho que no nos fiemos plenamente de lo que dice una persona. Busqué en periódicos y lo primero que me encontré fue que los que se manifestaban no era por la independencia, sino porque les parecía injusta la condena de los políticos, que había sido de nueve a trece años. Yo sinceramente no sabía si eso eran muchos años o no, así que investigué un poco. Resulta que la condena por homicidio es de 10 a 15 años. Son casi los mismos años. Ahí me di cuenta de que la condena por un referéndum ilegal era un poco exagerada, pero tampoco entendía por qué los manifestantes tenían que quemar todo lo que se encontraban por el camino y destrozar locales de gente como mis padres, que no tenían culpa alguna. También leí en el periódico que había gente atacando a los policías, no entendía nada. Las redes sociales nunca son una fuente de información fiable, dada la cantidad de bulos que se publican, pero entré a Twitter y así pude ver lo que opinaba la gente sobre todo este tema. No me hizo falta ni poner en el buscador Cataluña. Nada más entrar, vi que todo el mundo estaba hablando de eso, incluso me encontré con gente americana o asiática comentando sobre el tema. Lo que sí me llamó la atención fueron unos vídeos de policías agrediendo a manifestantes, pero creí que habían recortado o manipulado el Video y faltaba una parte previa, era imposible que la misma policía estuviera pegando a la gente.

 

Al día siguiente se suspendieron las clases y mi amiga Tania y yo hablamos para bajar al centro de Barcelona, ver el ambiente y comer algo por ahí. Estábamos paseando y nos topamos con una manifestación. Estaban todos sentados en el suelo con pancartas y para nuestra sorpresa, entre la gente, distinguimos a nuestro profesor de catalán, Eugeni Bosc. Nos acercamos a donde él estaba y nos invitó a sentarnos con él. Entonces nos explicó que estaban haciendo una manifestación totalmente pacífica, solo estaban mostrando su disconformidad con la sentencia. Aproveché y le pregunté por qué quemaban y destruían cosas, me miró mal, al igual que otras diez personas que estaban a nuestro alrededor. Dijo que ellos no eran esos manifestantes, a los que llamaban violentos. Ese grupo más agresivo sólo actuaba por las noches y era solo un mínimo porcentaje comparado con todos los manifestantes pacíficos, pero claro, hacían más ruido, y en los telediarios solo se hablaba de ellos. Estábamos Tania y yo charlando con Eugeni cuando de repente vemos a la gente que está delante de nosotros levantarse y correr en nuestra dirección. Nosotros también nos levantamos, oíamos un ruido parecido al de una escopeta, pero no sabíamos qué era. Fue un momento muy agobiante. Mucha gente. Muchos empujones. Y sin que casi nos diera tiempo a mirarnos, nos dimos cuenta que veíamos borroso. A mí me lloraban los ojos, sentía que me ardían, no podía ver nada. Me caí al suelo, me pisaron una, y otra, y otra vez. Por suerte un hombre me levantó y me gritó: “¡corre!”. Tenía el brazo lleno de sangre. Parecía que ya veía un poco, y entre decenas de siluetas encontré a Tania y a Eugeni. La gente ya no corría. Fui hacia ellos, muy confuso con todo lo que había pasado. ¿Quién había “disparado”? ¿Por qué ese señor tenía sangre?... Cuando Eugeni me lo contó me quedé atónito, resulta que había sido la policía quien había cargado contra nosotros, que estábamos sentados en el suelo, sin hacer nada relativamente llamativo. Habían usado una pistola de perdigones de goma, pero que por dentro llevaban acero, y mi gran amigo el gas lacrimógeno. Me miré y tenía algunas magulladuras en los brazos, seguramente de los pisotones que había recibido, pero nada extremadamente grave.

 

Tania y yo decidimos irnos para casa ya. Estábamos en un callejón, a apenas cinco minutos de la parada del bus, cuando vimos a un furgón de policía aproximarse a nosotros. Se bajaron dos policías con porras en las manos. Y cuando nos dimos cuenta, estábamos en el suelo, cada uno con un policía encima, agrediéndonos con la porra. Fue una escena muy surrealista, incluso habrá gente que no me crea, pero con decir que cuento esto desde el hospital, creo que ya es suficiente. Después de la brutal paliza que nos dieron, quedamos ambos en el suelo sin movernos, y no tanto por el shock físico sino mental, estábamos caminando, y unos policías nos han agredido. Gracias a Dios, pasó un camión de bomberos, aunque en ese momento ya no teníamos muy claro si nos iban a ayudar o no. Afortunadamente, se bajaron, y nos llevaron al hospital, allí me estoy recuperando, pero como ya he dicho, no son tantos los traumatismos físicos.

A todo esto se me había olvidado llamar a mi madre.

- Marc, ¿dónde estás?

Le noté la voz un poco rasgada, como al borde de ponerse a llorar. A lo que yo le respondí:

- Mamá, ¿qué ocurre? ¿Estás bien?

- Más o menos hijo, estoy en el hospital, pero no te preocupes, estoy bien. Fui a ver cómo estaba nuestra tienda y me la encontré en llamas, así que me fui a buscar una manguera para poder extinguir el fuego. Un policía me la arrancó de las manos y me empujó al suelo, no fue nada grave, pero ya sabes que tu madre tiene la cadera un poco frágil... Afortunadamente, sólo fue una pequeña fractura. Lo peor de todo esto. Es que cuando me tiró al suelo, me defendí, ahora me siento culpable de haber agredido a un policía, pero en ese momento me salió solo. Le di con la manguera en la cara y grité: “¡Matarlo, matarlo!” Así es, que ahora estoy metida en grandes asuntos, pero ya me da igual. ¿Y tú qué tal?

- Bien mamá, bien.

 

En ese momento me quedé reflexionando. ¿Quiénes son los malos y quiénes son los buenos? ¿Los que incendian cosas sin motivo? ¿O los que te agreden por el simple hecho de caminar por la calle?

 

Ya han pasado dos meses, parece que la situación se ha calmado, mi madre y yo estamos perfectos en cuanto al físico se refiere, pero ella aún sigue a la espera de un juicio, el cual determinará su sentencia. Ya veremos si es justa, o no.

Deva Benito Lara 4º B

Juan Puerta

El fallecimiento de Juan Puerta produjo un profundo dolor y una pérdida irreparable. La consternación y el llanto se apoderaron del municipio. El atleta era una persona muy querida y apreciada por sus vecinos. Se vivieron días de gran tristeza por la pérdida de una persona que, además de llevar el emblema piloñés debido a sus triunfos, era conocido por su bondad y amabilidad.

24 de Octubre de 2019. A Miguel le acababa de contar su madre la gran historia de Juan Puerta. Miguel era muy amigo de su sobrino, Iván; tanto, que no tenía problema en preguntarle sobre aquel tema, ya que podía sentirse incómodo por aquellas preguntas: “Pues ni idea” —contestó— “yo todavía no había nacido, pero si quieres le puedes preguntar a mi padre, que es su hermano”.

“Juan era una de las mejores personas que pudo haber existido, nunca nos vaciló ni nos intentó dejar como unas personas fracasadas solo porque hubiese triunfado en el deporte. Todo lo contrario, rebosaba bondad, amabilidad y seguridad. Fue campeón mundial universitario de Cross en 1998, una pieza clave en el club de atletas de Oviedo… y aún así, nunca olvidó de dónde había venido. Fue el mejor hermano de todos” —nos contó el padre de mi amigo.

23 de Enero de 2002. “Mi hermano se levantó como un día normal y se dispuso a hacer su rutina diaria: desayunó un café con 6 galletas, se lavó los dientes, se vistió y se fue a por el pan. Serían sobre las 10 y media cuando salió de casa.

Llegó a la panadería y me pidió lo de siempre: una baguette. Yo le saludé con una gran sonrisa en la boca, como hago de costumbre, y le deseé un buen día. Nunca pensé que sería la última vez que lo fuera a ver.

El joven atleta treintañero se dispuso a coger el coche cuando corrían las 12:35. Se montó en su Seat Orosa y se puso dirección Arriondas, supongo que seguramente mi hermano iría a por otro premio".

“Cuando me dispuse a dar la curva de la carretera nacional 634, una bobina se desprendió de mi camión. Pensé que no habría pasado nada, pero no, por desgracia la bobina de 12.000 kg cayó sobre un Seat Orosa. En ese instante, el conductor que venía detrás de él y yo nos bajamos de inmediato. Aquel hombre, había fallecido” —comentó el camionero. “Días más tarde me enteré, por los telediarios, que el hombre que accidentalmente había atropellado era el grandísimo Juan Puerta”.

 

Nombraron al nuevo polideportivo "Juan Puerta", en su honor. También crearon carreras anuales en su nombre, y muchas cosas más, pero sin duda, el mejor homenaje sería recuperar la emblemática milla local —me dijo concluyendo el padre de Iván Puerta.

Sin duda, no sé cómo podía ser amigo de Iván y no enterarme hasta ahora de nada acerca de la historia de su tío.

     Miguel López Estrada 4º B 

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Jimena G. H. / ALUMNADO DE LENGUA CASTELLANA Y LITERATURA / IES EL SUEVE-ARRIONDAS 2019-2021

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