
TRABAJANDO EL DIÁLOGO
En busca de comida
Lucía Pardo Llano y Adela Medina Lobato
2º B ESO
LA NARRACIÓN
LA JAULA
Martín, el niño solitario. Solía pasarse los recreos escribiendo y dibujando. Le encantaba leer, sobre todo los libros de fantasía, de seres mitológicos y de magia. Martín era un niño dulce, tímido, un poco introvertido, algo misterioso y muy soñador. Aunque según sus compañeros era un rarito amargado y afeminado que creía en tonterías. Todos se reían de él. No podía evitar encerrarse para pasar un rato torturándose a sí mismo, se sentía mal. Su cara pálida, sus ojeras y sus claros ojos azules, a menudo llorosos, le daban una impresión de tristeza constante. Así era. Todos los días antes de dormir observaba sus relatos de princesas, dragones y hadas. Miraba sus dibujos fantásticos. Con sus manos le daba la forma al papel de pequeños pajaritos que, después de humedecerse con sus lágrimas, tiraba a la papelera. Nunca dejaba que nadie las leyese o apreciase sus dibujos. Le daba vergüenza. También le importaba demasiado lo que pensaran de él, por eso se martilleaba a sí mismo insultándose, subestimándose y bajándose la autoestima. Era horroroso, no se quería a sí mismo y eso es lo peor que le puede pasar a un ser humano.
Un día, al llegar de la escuela, se encontró una enorme jaula en su habitación. No había ningún animal dentro, estaba vacía. Tampoco había rastro de una llave que la abriera.
Martín guardó la jaula pues le parecía muy bonita. No tenía nada, era grande, metálica, muy brillante y con una apariencia de ser irrompible, como una fortaleza.
Pasaron semanas pero esta no se abrió, ni siquiera le dieron algo para abrirla. Era viernes, llegó a la escuela, podía oír los murmullos cuando pasaba. Las miradas de asco le daban a entender —y lo tenía claro— que jamás tendría un amigo. A la hora del recreo, un niño se le acercó. Este le dijo: “O me haces el relato para lengua o la tendremos”. Martín con la cabeza gacha, e intentando no mirarle, asintió. Siempre le hacían lo mismo. Eran las cuatro de la tarde, llegó a casa. Hoy no había sido un buen día para nada (nunca había buenos días, pero este había sido peor). Le habían humillado, le habían robado un relato y lo habían colgado en el periódico escolar. Ahora sí, todos, definitivamente todos, se reían de él.
Cuando entró en su habitación, se encontró con un pajarito de papel dentro de la jaula, volaba. Se quedó observándolo. lo dibujó. Una jaula enorme para un pajarito tan pequeño. De repente, desapareció entre sus manos. Iba a sentarse a estudiar cuando apareció una llave sostenida por un hilo. Martín, curioso, alargó el brazo y la arrancó. Era de papel. Se preguntó qué hacía aquella llave debajo de la mesa. Intentó abrir la jaula con ella, pero no funcionó.
—Quizás sea una broma, o igual es un adorno, tal vez sirva para algo o tal vez sea producto de mi imaginación —pensó.
Se quedó mirando la jaula, el pájaro y la llave. Acabó llorando, todo se le venía encima, ahora creía que estaba loco. Con un ataque de furia, destrozó todo, sus relatos, cuentos, dibujos… incluso intento romper la llave, pero a pesar de ser de papel no se rompía. Entre furia y lágrimas la lanzó. Esta empezó a brillar, cada vez brillaba más. En la jaula todos los papeles rotos se convertían en pajaritos de papel revoloteando. Martín cogió la llave y sintió la necesidad de probar otra vez a abrirla y liberar a todos aquellos pajaritos que ya apenas tenían sitio para desplegar sus alas. La jaula se abrió. Una luz despampanante, cegadora y fulminante le envolvió. Todos los pajaritos revoloteaban felices por la luz, jamás tendrían que volver a estar encerrados. Jamás tendrían que volver a ser prisioneros de los malos comentarios, de los insultos, de las risas burlonas, de las amenazas, de las miradas despectivas. Jamás tendrían que volver a ser prisioneros del MIEDO. Entre luces convertidas en estrellas, los pajaritos, ahora sueños e ilusiones que volaban libres, se encontraba Martín. No podía parar de sonreír, de reír a carcajadas y estallar de felicidad. Ahora todas las fantasías, sueños, ilusiones y recuerdos flotaban en el viento sin un muro o unos barrotes que los detuvieran.
Respecto a Martín… bueno, ahora era realmente y más que nunca MARTÍN.
ADELA MEDINA LOBATO 2º B
TAN SOLO EL ESCONDITE
Desperté y unos ruidos fuertes que procedían del piso de abajo retumbaban por toda la casa. Me encontraba con mi familia en el cuarto oscuro donde los tres dormíamos cada día.
Vivíamos a las afueras de Alemania, en una humilde casa con tres pisos. Al oír el ruido llamé a mis padres, que nada más darse cuenta de lo que estaba pasando se levantaron sobresaltados y cogiéndome fuertemente de la mano me hicieron la señal.
Había que subir al desván.
Desde que habíamos llegado, mis padres se comportaban muy raro. No podíamos salir de casa, teníamos que estar en silencio y apenas teníamos comida. Por las noches, antes de irnos al colchón viejo que hacía de cama, teníamos que jugar repetidamente al escondite. Ellos metían ruido y subíamos al desván a escondernos en los viejos baúles que estaban en la esquina.
Esta vez el ruido no lo habían hecho ellos, pero les había prometido que cualquier cosa que sonara les avisaría.
En la casa donde antes vivíamos teníamos muchos juegos. Mi favorito era uno de cartas en el que aparecían varios dibujos, entre ellos un soldado nazi. No sabía lo que era y cada vez que preguntaba me decían que era malo y que era mejor no hablar de él. De modo que “soldado nazi” era nuestra señal para jugar al escondite, simplemente nos escondíamos de él.
Arrastrado por la velocidad de mis padres giré la esquina para comenzar a subir las escaleras. Las piernas ya no me aguantaban más al dejar el último escalón atrás. Mi madre bajó la trampilla que permitía subir al desván, cuando unas voces procedentes del primer piso nos asustaron. Hablaban en otro idioma, eran voces graves, parecían enfadadas. Comenzamos a movernos más despacio y sigilosamente. Ya arriba papá subió la trampilla y cerró con candado como hacía siempre que jugábamos. Fuimos a la esquina en la que nuestros baúles nos esperaban.
—No salgas de ahí hasta que nosotros te avisemos —dijeron papá y mamá.
El corazón me dio un vuelco cuando pisadas que venían de las escaleras comenzaron a sonar. Miré por el ojo de la cerradura de mi baúl y, sorprendido, vi que el candado que mi padre había cerrado con llave se estaba abriendo.
¿Y si de verdad existían los soldados nazis? ¿Estaban en mi casa? Temiéndome lo peor vi como se bajaba la trampilla y…
¡Eran los amigos de mis padres! Tenían la segunda llave del candado y solo venían a darnos un poco de pan. Suspiré aliviado, pero algo en mí me decía que había una parte de la historia que me faltaba… LOS NAZIS.
LUCÍA PARDO LLANO 2º B
DEATH CARNIVAL
Lilith, una muchacha hermosa, iba caminando con sus pequeños pies descalzaos por un prado muy extenso, lleno de rosas y lilas de las cuales cargaba un gran ramo. Cuando, surgido de la nada, alguien o algo susurró con una voz cautivadora en su oído: “Lilith, ven conmigo”, y la joven, como hechizada por esas palabras, soltó su ramo y se dirigió al río que había más abajo. Se sumergió poco a poco en él hasta llegar al fondo. Allí había una pequeña cerradura hecha de un oro antiguo y deteriorado, pero se le estaba acabando el oxígeno y tuvo que subir a la superficie. En cuanto llenó sus pulmones con oxígeno renovado, se volvió a sumergir de nuevo. Al llegar abajo miró a través de la cerradura y lo que vio la dejó sin palabras.
Esa voz volvió a susurrar, pero esta vez en su mente: “Es hermoso, ¿verdad? ¿Te atreves a cruzar la puerta?”. De pronto encontró una bonita llave flotando a su lado y, sin más dilación, la introdujo en la cerradura. Entonces sintió que todo comenzaba a dar vueltas. Se despertó desorientada, en medio de un gentío, se podía oír la música más maravillosa que jamás hubiera imaginado. La gente vestía hermosos trajes de carnaval victoriano; las damas lucían hermosos vestidos con incrustaciones de joyas; y los caballeros, trajes de gala de diversos colores. Pero Lilith dudaba de una cosa, ¿por qué nadie llevaba el rostro al descubierto? Todos lucían elegantes caretas con diamantes. Entonces descubrió que ella misma llevaba uno de esos vestidos y otra careta igual a la de los demás. Una figura masculina la tomó de la mano y la ayudó a incorporarse. Sin darle tiempo para agradecérselo, se la llevó corriendo de allí hacia un lugar apartado, donde le preguntó si estaba bien. Ella respondió que sí, pero que no sabía dónde se encontraba.
—No te preocupes, yo te ayudaré —respondió el chico.
Lilith pensó que era agradable a la vista. Era más alto que ella y llevaba su pelo, rubio claro, cuidadosamente peinado. Era de constitución delgada y llevaba ropa elegante con bordados y lazos.
Los dos fueron a dar un paseo. Él se mostraba frío y distante, pero amable al mismo tiempo. Era un personaje enigmático, a pesar de tan temprana edad. Llevaba una máscara también y ella sentía que no debía quitarse la suya. Los cabellos rubios de Lilith brillaban ante el sol y, por un momento, el chico le recordó a su difunto hermano, a quien ella amaba con locura. Una pequeña lágrima asomó en sus ojos claros, pero hizo como que no pasaba nada. El chico la llevó a una bonita sala llena de espejos, donde se paró en seco y se colocó enfrente de ella. Lentamente comenzó a llevar los dedos a la máscara, empezó a retirarla y cuando se la quitó completamente se dejó ver un rostro similar al de Lilith.
—Hola, hermana. ¡Cuánto tiempo! Sólo quería saber cómo estás.
Lilith, con lágrimas en los ojos, respondió:
—¿Eres tú?
Y sin necesidad de palabras, se dieron un fuerte abrazo. Entonces él, separándose de ella, le dijo:
—Vete ahora o no podrás volver.
Pero ella no hizo caso y se quedó. No quería volver a separarse de su hermano nunca más. Así que tiró de él intentando llevárselo de vuelta a su mundo, pero él le dijo que no podía irse, estaba muerto. Entonces le dio la llave que abría la cerradura y le dijo:
—Ven a verme siempre que quieras, estaré aquí para ti.
Y sin más, Lilith tomó la lleva y se fue.
Cuando se despertó su madre le dijo que por qué tenía una careta de carnaval encima de la mesa, a lo que ella sólo respondió:
—Es un secreto entre hermanos.
SILVIA DE CON BERTIZ 2º B
EL TAXISTA
Nos escondimos en un callejón esperando que se hubiera cansado de gritar y de seguirnos corriendo como loco. ¡Uy!, ¿Qué no estuvisteis cuando empecé? Bueno, pues nada, tendré que volver a empezar. Por cierto, mi nombre es Pablo y vivo en San Francisco.
Todo esto ocurrió el 15 de mayo de 2017. Era un sábado a las 16:00 y, como siempre, estaba esperando a que sonara mi teléfono para poder hablar con mis amigos. Pero hoy no sonó. Así que cogí mi bicicleta y me fui a buscarles. Primero fui a casa de Laura. Cuando piqué a su timbre, se abrió la puerta y apareció su madre con cara de pocos amigos. Yo le devolví una sonrisa y, al instante, pegó una voz para llamar a Laura. Ella bajó por las escaleras en pijama, con los pelos alborotados y cara de haberse despertado. Le dije que se vistiera rápido ya que teníamos que ir a buscar todavía a Manuel para poder ir al cine. Bajó a los cinco minutos, cogimos nuestras bicicletas y nos fuimos dos casas más arriba. Allí nos estaba esperando Manuel que llevaba una camisa y vaqueros. A mí me extraño, así que pregunté:
—¿A dónde vas tan elegante?
—Pues al cine, ¿a dónde va a ser? —me contestó.
—¡No estamos aquí para hacer un debate por la ropa que se lleva al cine! —replicó Laura con un aire sofocado.
Al instante, cogió su bici y se fue en dirección al cine y nosotros, sin ningún remedio, la seguimos. Cuando llegamos vimos que estaba “cerrado por vacaciones”, así que decidimos ir a otro. Pero se me acabaron las esperanzas cuando me di cuenta de que para ir al otro cine había que cruzar el puente. Cuando se lo dije me contestaron que sí había una manera, coger un taxi. Manuel se puso al borde de la acera y pegó un chiflido fortísimo. A los pocos segundos se paró un taxi mal cuidado delante de nosotros. Abrimos la puerta y nos sentamos. El taxista miró hacia nosotros. Su cara arrugada, su cabeza casi sin pelo y su tenebrosa expresión facial, nos hizo estremecer un poco. Manuel fue el primero en reaccionar. Su labia al hablar con adultos tranquilizaba a cualquiera:
—A algún cine abierto.
—Como quieras —Dijo como con pereza el taxista.
Al encender el motor, me asusté mucho más, porque con el ruido, el olor y el negrísimo humo que salía del tubo de escape, parecía que el coche se iba a desmantelar. Al encender el taxímetro me di cuenta de que el precio subía a una velocidad vertiginosa.
—¿No va muy rápido? —dije señalando el taxímetro.
—¡Qué va! Va incluso más lento de lo normal, al parecer vais a tener suerte con el dinero —dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
Al llegar delante del cine, el taxímetro marcaba 250 euros.
—No tengo dinero —me dijo Laura al oído.
—Yo tampoco —dije.
—Pues yo traigo lo justo para ir los tres al cine —me susurró Manuel.
—Pues no hay otro remedio —dijo Laura—, a la de tres abrimos las puertas, saltamos y nos escondemos. Una, dos y ¡tres!
Salimos disparados. El taxista salió detrás de nosotros gritando: “¡Mi dinero. Me debéis dinero, ladrones!”
Y aquí, ya sabéis lo que pasa…
Nos asomamos por la esquina y escuchamos decir algo al taxista. El taxista juró que se vengaría. Cuando se fue, entramos a ver la película.
No supimos más de él hasta dos días después, cuando volviendo del instituto escuchamos:
—Os estaba esperando, ¿no queréis pasar? —dijo con una voz tenebrosa desde la sombra de la parte de delante del taxi.
Salimos corriendo, pero fue inútil. Se subió a la acera, nos ató las manos y nos metió en el taxi a la fuerza. Pensé que no íbamos a salir de ahí, pero el nudo con el que nos había atado estaba flojo (claro, con casi 60 años, qué quiere). Me solté rápidamente y también a mis amigos. Laura, ya cabreada, cogió el reposacabezas del asiento y lo arrancó.
—¡Eh, tú, mira esto! —dijo lanzándole el reposacabezas a la cara.
El taxista pegó un volantazo y gritó:
—¡No!¡Podrías haber esperado un poco!
—¿Para qué? —pregunté.
—Pues para tiraros por el puente.
Del susto salí corriendo y Manuel y Laura me siguieron. Fuimos dos calles más abajo, al mismo callejón de hacía unos días. Pero él ya había estado allí, porque de repente empezaron a sonar unos pitidos. Al lado de la alcantarilla había un cartucho de dinamita con un temporizador y diez cables. Manuel decidido a cortar uno se acabó arrepintiendo. Así que cuando vio el taxi pasar se lo lanzó y, a los pocos segundos, explotó.
El taxista se libró de milagro, porque saltó por la ventanilla. Con el humo, el fuego y los grandes destrozos de la explosión, el taxista se sentó y se agarró las piernas con los brazos. Nosotros, con algo de miedo, nos acercamos a él.
—¿Por qué hiciste todo esto? —preguntó Manuel.
—Porque necesito el dinero. Vosotros no lo entendéis, no tenéis hijos —dijo, algo sentimental—. Bueno, y a hora yo tampoco, pero sí tengo nietos.
—¿Cómo se puede tener nietos sin tener hijos? —preguntó Laura extrañada—. ¿No habrán…?
—Sí, mis hijos fallecieron en un accidente de avión. Yo antes era piloto, pero lo dejé y me dediqué a esto, por culpa del accidente.
—Yo creo que se merece el dinero —me susurró Laura.
Manuel asintió y yo accedí. Manuel fue el que le extendió la mano y yo le entregué los 250 euros que le debíamos. Nos dio las gracias y nos acompañó a casa. Cuando llegué, mi madre me dijo que se había asustado mucho porque no llegaba. El taxista dijo que fue por su culpa, pero yo dije:
—Mamá, no es culpa suya, me perdí y me ayudó a volver a casa.
—¿Es cierto eso? —preguntó mi madre mirando al taxista.
—Eh… —él me miró y yo le asentí— sí, yo le ayudé.
—Pues muchísimas gracias. Tome, por ayudarle —dijo mi madre dándole 100 euros.
—Muchas gracias a usted —dijo el taxista con una lágrima en la cara.
Yo salté a sus brazos y le dije al oído:
—Muchas gracias, y si necesitas ayuda con tus nietos, avísame que ya sabes donde vivo.
DAVID SOLÍS SIERRA 2º B
LA BOLA DE CRISTAL
Yo soy Andrea, una niña de 14 años. He empezado nueva en un instituto y, bueno, no es que me vaya especialmente bien. Todos se ríen de mí, me miran y, por supuesto, me pegan. Todo esto no se lo he dicho a mi madre. Sí, solo a mi madre, pues mi padre falleció el año pasado.
Como habréis visto mi vida no va muy bien. Me gusta decir que vivo en una bola de cristal, yo sería el muñequito que va dentro, ese que está en el centro y le va cayendo cada vez más nieve hasta que queda enterrado.
Mi madre trabaja mucho. Desde que murió mi padre está rara, todavía la oigo llorar en su cuarto de vez en cuando. No voy a decir que mi madre es mala, solo que no se puede ocupar mucho de mí.
Volviendo a lo de la bola, digamos que mi nieve ya llega hasta el cuello. Un día casi le digo a mi madre mis problemas en el instituto, pero pensé que ya tendría suficiente con sus cosas, así que seguí escondiéndolo. A lo largo de toda mi vida he notado como me he ido apagando poco a poco, hasta que un día decidí... apagarme del todo. Ahí la bola de cristal explotó y todos se enteraron.
Sí, soy la madre de Andrea, soy la que os estoy enseñando un fragmento del diario de mi hija.
DEVA WAGNER RODRÍGUEZ 2º B
